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Comercios en valenciano

Todo se resuelve con sentido común, con la normalidad de siempre, salvo que se haga de la lengua una herramienta ideológica

PABLO SALAZAR

Domingo, 9 de abril 2017, 00:00

Café mañanero en un bar de la avenida de Aragón. Hace buen tiempo y nos sentamos en la terraza. Sale el camarero y nos pregunta, en valenciano, qué vamos a tomar. Yo le digo que un zumo de naranja mientras mis dos acompañantes piden un café con leche y un cortado, a lo que el hombre repite mientras anota «un suc de taronja, un café amb llet i un tallaet». Al servirnos y al cobrarnos sigue utilizando la misma lengua, a pesar de que nosotros le contestamos o reclamamos su atención en castellano. Obviamente no hay ningún problema porque los tres somos valencianos pero ¿y si llegamos a ser tres hombres de negocios procedentes de Madrid que poco antes de una reunión de trabajo deciden tomarse un café? El camarero no sabía de dónde éramos, pero optó por seguir con el valenciano aunque nosotros le habláramos en castellano. Al final, como casi siempre y como casi en todo, es un problema de educación y de sentido común, que además suelen ir muy unidos. El turismo urbano es hoy el gran negocio global, todo el mundo viaja a todas partes, las ciudades se llenan de visitantes, las líneas low cost han cambiado por completo la forma de entender el mundo, de conocerlo. En esas circunstancias y en una ciudad turística como Valencia, que además recibe miles de Erasmus, pretender convertir la defensa de una seña de identidad como es el valenciano en una imposición es sencillamente aberrante, un desvarío propio de mentes nacionalistas contaminadas por sus prejuicios. La normalidad y la naturalidad debería ser la norma que resolviera el tipo de situaciones a que he hecho referencia, y así había sido hasta ahora, hasta que el nacionalismo está intentando hacer de la lengua una herramienta de imposición de su ideología, a imagen y semejanza de lo que en Cataluña se comenzó a aplicar hace más de tres décadas con los resultados que ya estamos observando, una juventud mayoritariamente independentista y antiespañola. Aquí y ahora ya no se conforman con avanzar hacia un modelo de enseñanza que prima descaradamente el valenciano y perjudica en igual medida el castellano y que ya ha tenido que ser modificado gracias a las advertencias del Ministerio de Educación. Ni con marcar la lengua como requisito indispensable para ser funcionario. No, no es suficiente, quieren más. Pretenden entrar en la esfera privada, ese ámbito que tanto les incomoda en cualquier otra cuestión, sea sanitaria o educativa. Aspiran a regular cómo hablamos en casa, en el trabajo y, por supuesto, en los comercios, en las tiendas, clavando el modelo catalán que es al fin y al cabo su referencia, su guía espiritual. Pánico da pensar hasta dónde quieren llegar, qué pasos van a dar, qué es lo próximo que serán capaces de aprobar. Dentro de poco, es posible que en la escena relatada el camarero se niegue a servirnos -o se vea obligado a negarse- por no pedir en valenciano. Tiempo al tiempo.

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