Estoy en contra del aborto. Pero también de quienes lo están de las mujeres y hombres que abortan. Creo que el aborto supone la destrucción ... de una vida humana, todavía no viable por sí misma, pero que encierra todas las potencias para serlo y que, por eso, es tan digna como otra completamente desarrollada. No existe el derecho a disponer sobre la vida de otro. Pero creo que el aborto es inevitable y que no supone una frontera moral reciente. Me parece más razonable la convivencia de todos, sin importunarnos en exceso y para la adopción de medidas que consigan disminuir el número de embarazos no deseados.
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El Tribunal Supremo americano abandonó el pasado mes de junio un precedente de los años setenta que había convertido el aborto en una suerte de derecho de rango constitucional. Existen tres claves distintas para interpretar esa sentencia. Por un lado, se quiso poner fin a una doctrina militante y favorable al aborto, empleando al efecto razones de superior técnica jurídica. Por otro lado, se quiso reequilibrar una expropiación de las competencias de cada territorio. Por fin, se apreció que la discusión en torno al aborto es esencialmente moral y que se corresponde con una opción política de cada ciudadano. Desde entonces, cada Estado se ha visto obligado a retomar el pulso legislativo sobre el aborto, dando lugar a resultados desiguales y a una creciente presión de los colectivos feministas.
En España la situación es distinta. Desde hace doce años pende la resolución de un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley del aborto de 2010, que introdujo un sistema de plazos que concede libertad indiscriminada para abortar. De manera adicional, se dispuso la autonomía de una menor de edad para someterse a un aborto sin consentimiento o incluso sin conocimiento de sus padres, bajo determinadas condiciones. Esa previsión fue rectificada en el año 2015. En el contraste con el desempeño del Tribunal Supremo americano, este retraso es un claro símbolo de nuestra debilidad institucional. Nuestro Alto Tribunal ha hurtado la solución de este recurso porque no sabe qué hacer con él y no se atreve a adoptar una posición concreta, mediante una revisión del significado del derecho a la vida. Esa omisión ha alcanzado un extremo tal que, hace un año, se interpuso un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por dilaciones indebidas.
Desde 1985 en España ya podía abortar quien le diese la gana hacerlo. El aborto era considerado un delito, pero estaba sometido a supuestos que justificaban la inicial ilicitud de esa conducta. La realidad forense acredita que la inmensa mayoría de las mujeres que se sometían a un aborto alegaban el compromiso que el embarazo suponía para su estabilidad psicológica. El aborto eugenésico o por violencia en la procreación era estadísticamente marginal. Así, en el año 2009, antes de la entrada en vigor de la Ley de plazos, se practicaron más de cien mil abortos. En 2020 se practicaron veinte mil menos. Este nuevo feminismo parece haber redimido a las mujeres de una atadura inexistente. En aquella etapa también eran frecuentes los debates sobre aborto y progreso. Si este exigía la protección del más débil, también podía serlo el embrión o feto. La sociedad española se precipitaba al abismo de su envejecimiento por la disminución creciente de las tasas de natalidad. España se convirtió en un país donde no nacían suficientes niños, un lugar triste y sin perspectivas de futuro.
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La pasada primavera, el Gobierno instó la reforma del Código Penal para castigar cualquier tipo de conducta que se traduzca en la obstaculización de lo que se concibe como derecho al aborto. Esto supone una drástica disminución del ámbito posible para las libertades de ideología y expresión ante conductas desagradables, pero de insuficiente lesividad para ningún bien jurídico de relevancia penal. Ahora se insiste en una nueva legislación sobre el aborto, urgente y sin consensos para, entre otras cosas, conceder a las menores de edad autonomía de la que normalmente carecen en el plano político, civil o laboral e implantar medidas de vigilancia sobre objetores de conciencia. Aquel debate ideológico sobre la justificación del aborto se ha tornado en uno sobre la protección de la salud sexual de la mujer, su igualdad con el varón, identidad y poder. Se omite que no es posible aborto sin embarazo, ni embarazo sin la intervención de un hombre. Pero nadie considera la posición de los hombres ante el aborto. Después, no parece clínicamente asumible que se trate a una mujer embarazada como si estuviera enferma. A su vez, no parece aceptable que pueda interpretarse el embarazo como un signo de desigualdad social. Un hombre no puede gestar. Lo que plantea el embarazo es una especialidad de la hembra sobre el varón. Y, aun cuando fuera así, el aborto no sería un remedio para eso. Porque las externalidades negativas asociadas ocasionalmente al embarazo, como la discriminación laboral, son extrañas al ámbito de protección de la norma que tutela al nasciturus: su derecho a la vida. Quizás la discriminación de la mujer sea consecuencia de nuestro fracaso en otras áreas y es cierto que la contracepción o el relativismo moral le han concedido autonomía de la que carecía. Pero no existe una relación normativa y causal entre las razones para no abortar y las consecuencias negativas que una mujer pueda sufrir por llevar su embarazo a término. Cuando aborta, si una mujer dispone de su cuerpo, lo hace también sobre el de otro. El aborto es un lugar trágico para erigir el binomio de mujer y libertad.
Es igualmente cierto que nadie puede obligar a otro a tener un hijo que no desea. Por eso la penalización del aborto siempre estuvo desprovista de una aplicación auténtica y extensa. Se trataba de una amenaza formal, tarareada para el consuelo de las mentes más conservadoras, que se sobrellevaba con ligereza. Porque el Derecho, que es el instrumento que moldea a las sociedades modernas, era y es incapaz de ofrecer alternativas reales a quienes no quieren tener un hijo. El aborto no debe ser ilegal, ni tampoco un derecho. Es una punzante contradicción que la sociedad española, como el Tribunal Constitucional, prefiere obviar.
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Algún día se tendrá que resolver ese recurso pendiente. Mientras tanto no se debería ofrecer a nuestros adolescentes y jóvenes, que son el rostro del aborto, un torbellino de ideología, sino un auténtico remedio frente a una sexualidad mal vivida. El consenso entre quienes estamos en contra del aborto y quienes advierten en él todo un signo para la batalla identitaria debería estribar en una buena educación. Las nuevas generaciones deberían poder distinguir entre sexo, placer y profilaxis frente a amor, continencia y planificación. El Gobierno también propone eso, pero es inseguro que renuncie al adoctrinamiento. No se puede confiar en quien hace un grito de lo más delicado y trascendente.
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