Así ha quedado el bingo de Valencia arrasado por el incendio

Aunque jamás cruzamos palabra, ellos van a ser hasta el último de mis días los protagonistas de la imagen que me asaltará la cabeza cada vez que alguien mencione al Covid. Como una invocación, emergerán de entre los recuerdos sus menudas siluetas, meticulosamente alineadas a lo largo de la valla que perfila los confines del geriátrico; cuerpos ingrávidos arrebujados en sillitas de ruedas, desnudas en otoño, forradas con mantas en invierno, cara a cara ante la familia robada. Imposible para el alcahuete que encaraba la escena en lo más crudo de la pandemia no trazar paralelismos con el vis a vis carcelario, la frontera de cristal sustituida aquí por una verja, sin necesidad del hilo telefónico para entablar conexión, más miradas que palabras, me huelo que también algún silencio incómodo, con los visitantes agolpados en el exterior del recinto, sobre la acera, nunca a menos de ese metro y medio que separa el todo y la nada. Concluido el ritual, un adiós sin despedidas anunciaba a los compañeros de condena la hora del repliegue, disciplinados como los reos del río Kwai, camino de las celdas de barrotes de oro y olor a sábana limpia donde quizá les aguardara la muerte afilando paciente sus uñas en el óxido que roe la cancela. Era difícil contemplarlos sin ponerte en su lugar, preso de la sensación de que la vida mansea por un lado y tu vida galopa por otro, menguante, hostigada por el conteo de un reloj al que se acaban las horas. Verlos ahora de regreso a la calle, impulsadas al fin sus sillas por esas manos tantas noches soñadas, ha sido un bálsamo emocional. Este tormento nos deja muchos héroes, pero de todos ellos me quedo con la generación masacrada y su lección de resistencia. Con los internos del geriátrico. Con mi padre, que recién vacunado no se felicita por la libertad reconquistada sino porque podrá abrazar a sus nietos. Presiento que el ataque del virus asesino llega en el peor momento de nuestra historia. Lo habría tenido más complicado con el vigor del abuelo Chato, la vitalidad de Pelegrín, el sacrificio de Magdalena o Juana. Como en aquellos recortables de la infancia, sustituye mis nombres por los tuyos y seguirán cuadrando las cuentas. Los mayores, que no se encontraron un futuro casi construido como nosotros o alicatado de lujo y listo para entrar a vivir como el de nuestros hijos, han entendido que la esperanza se encierra en una jeringa. Me pregunto si tampoco hemos heredado su capacidad para amar y por eso cedemos ante el miedo a la vacuna, única ruta hacia los besos hurtados. Podemos seguir escondidos o salir de caza. Ya que no supimos estar a la altura de nuestros veteranos y permanecer unidos ante el enemigo común, emulémosles al menos en esto.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€

Publicidad