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TEODORO LLORENTE FALCÓ
Sábado, 12 de enero 2019, 11:07
No hay que confundir el 'asolacambres' con el 'acabacases'. Son cosas distintas. El 'asolacambres' era una clase de arroz denominado generalmente con el nombre de 'amonquilí', de tan copiosa producción y de grano tan sólido y pesado que los mismos agricultores sacáronle dicho mote.
·Este artículo pertenece a las Memorias de un setentón, una recopilación de evocaciones publicadas entre 1943 y 1948 por Teodoro Llorente Falcó, segundo director de LAS PROVINCIAS
El 'acabacases' era un medicamento que se vendía a espaldas de los médicos y que había sido inventado por un individuo completamente lego en estudios médicos y farmacéuticos, llegando a conseguir un gran predicamento entre las amas de casa.
Ignoro a qué causa obedecía que se le llamase así. Posible es porque su fabricante llevase ese remoquete. Vivía el autor de este jarabe, hecho a base de alcohol y hierbas medicinales, en la calle de Guillem de Castro, donde tenía un establecimiento de comercio. Se le aplicaban tales virtudes curativas a este brebaje que no había enfermedad para la cual no fuera seguro remedio. Por esto, sin duda, la clase médica hizo una campaña de persecución contra lo que, según dicha clase, constituía una pócima que no curaban nada y con la cual se sorprendía la buena fe de las gentes.
Para lograr una botella de 'acabacases' había que conseguir una recomendación muy eficaz y proceder con una reserva absoluta. Recuerdo que se recogían las botellas, que no eran muy grandes, en la tienda citada y que allí se simulaba la compra de cualquier artículo, y entonces, con gran disimulo, se entregaba el jarabe.
El fabricante era un hombre muy obeso, ya viejo, que presumía de muy entendido en farmacopea, aun cuando vanamente.
En realidad, el 'acabacases' no era más que un sudorífico que iba muy bien para las dolencias del aparato respiratorio y nada más. Pero antes, ahora y después, es achaque de la mujer la fácil credulidad en estos remedios de curanderos. El 'acabacases', debido a esta debilidad femenina, penetró en la mayoría de los hogares y no tardó en constituir una de las fabricaciones caseras de muchas de ellas.
Yo me atrevería a afirmar que no pocos de mis lectores, en su edad infantil, hace de esto unos cuarenta o cincuenta años, haciendo ascos y gestos, más de una vez tuvieron que beberse una taza del 'acabacases' servida por la mano maternal, y hubo quien le tomara tan decidido afecto que todas las mañanas, en ayunas, se servía un vasito.
Hay que advertir que para los paladares, en general, sabía muy desagradablemente; pero no así para los aficionados al alcohol, si el sudorífico estaba cargado de aquel producto.
Hoy, después de tan ruda campaña como se hizo para que no se expendiese el 'acabacases', con otro nombre o quizás con el mismo, se vende ya en todas las farmacias como un buen sudorífico para las afecciones del pecho. Es muy posible que alguna ama de casa aún lo fabrique en su domicilio y que no lo cambie por el que se vende en las boticas.
Aún la sombra del hombre obeso de la calle de Guillem de Castro y todas aquellas persecuciones y los misterios que lo rodeaban se proyecta en algunos hogares.
Cuántas veces no se dio en muchas casas esta escena:
-Mira, Fulano, mañana, antes de levantarte, te daré una taza de 'acabacases' -le decía la esposa a su marido.
-A mí no me des potingues de curandero -solía contestar, un poco indignado, el consorte.
Pero al día siguiente el esposo tomaba el potingue, por si acaso.
Y alguna vez se produjo el caso de que el esposo fuera al médico.
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