Aceptadlo, nadie tima al bufet
UNA PICA EN FLANDES ·
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Juraría que se llamaba justo así: El Bufet. Y que estaba en la avenida José Antonio (actualmente, Antiguo Reino). El caso es que, en la Valencia de finales de los 70 y principios de los 80, no existía otro establecimiento similar. O quizá sí, ya que también me acuerdo de Sacis, junto al chaflán de Colón con Ruzafa. Me suena que el nombre incluía una reiteración, 'Bufet Libre', como si el concepto 'bufet' no implicase ya la ventaja de servirse sin restricciones, o como si fuera preciso repetir que aquello consistía en zampar casi sin pagar. No es que pasáramos hambre porque la posguerra había quedado atrás, pero era un tiempo austero. Comparado con lo de ahora, muy austero. Lo normal, entonces, era comer y cenar todos los días en casa. Había poquísimos restaurantes y se reservaban para los domingos, las celebraciones y los rodríguez en julio.
La primera vez que vi un minibar en la habitación del hotel fue el fin de semana de mi jura de bandera y me sorprendió tanto que, en toda la noche, no pude dejar de abrir y cerrar la neverita para cerciorarme de que aquella acumulación de refrescos no era un sueño. Fuimos unos atrasados para nuestra época. Conque a nadie debe extrañar que, cuando los primos adolescentes atacábamos aquel bufet libre, cayésemos en picado cual plaga de langostas, poseídos por el frenesí que exuda la gratuidad, adelantando la prominente quijada de pirañas..., ni que, al cabo de un ratito, en verdad cortísimo, con la barriga tan llena de cócteles de gambas como la del lobo feroz de piedras, nos desplomáramos sobre las sillas con las piernas estiradas y los brazos muertos, admitiendo haber sido derrotados por el bufet. Porque nuestro objetivo, planeado durante días y días de interminable conversación de zangolotinos, consistía en timar al bufet, esto es, en devorar muy por encima del precio que pagaban nuestros padres. En aquella edad pueblerina y tierna aún no se había generalizado la cruda certeza de que el bufet siempre gana.
El tiempo ha pasado, pero no la codicia que despiertan los bufets. En los desayunos de los hoteles, si te fijas, descubrirás madres que se guardan medianoches en el bolso, señores de chándal que jamás han quemado una caloría formando montañita en sus platos de tostadas con mermelada y chavales que elevan rascacielos de tortitas con Nocilla. Cada vez estoy más convencido de que la manzana de Adán y Eva procedía de un bufet libre y que por eso resultaba irresistible, tal es nuestra pobre condición. La vida es un bufet en el que si te empachas de algo terminas no probando nada, y que te tima sí o sí.
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