Debía ser 1997 o 1998. Chupaba baloncesto a todas horas y aquella tarde estaba en la Fonteta sentado al lado de mi compañero Jorge Aguadé. Estaba a punto de empezar el entrenamiento del Barcelona y, cuando comenzaron a aparecer los jugadores azulgrana, Jorge me soltó: «Mira, ese chaval es Juan Carlos Navarro, es un júnior que dicen que va a ser la leche».
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No era un adolescente empequeñecido entre tanta estrella. Aunque todos los ojos se iban hacia el inmenso Dueñas o hacia Nicola o Xavi Fernández, Navarro pisó al parqué con esos andares un pelín chulescos, el peinado de moda de la época y la mirada del que se sabe el elegido. Era un 'pollo', pero se le caía la clase por todas partes. Creo que llevaba el 13 y me parece que no jugó ni un minuto, pero en los foros de los entendidos ya hacía tiempo que la gente había empezado a fijarse en ese crío con una mano prodigiosa.
El público menos especializado lo conoció en el verano del 99, cuando una generación asombrosa conquistó el título en el Mundial júnior de Lisboa en lo que fue la casilla de salida de la edad de oro del baloncesto español.
De aquella final, hace ya 19 años, casi la edad de los becarios que este verano batallan por aquí, únicamente recuerdo a Juan Carlos Navarro. Sé que jugaban Felipe Reyes, Berni Rodríguez, Raúl López, un secundario Pau Gasol o el valenciano Félix Herráiz, pero del que tengo imágenes más o menos nítidas es del catalán. Metió más de veinte puntos y volvió completamente majaras a los jugadores de Estados Unidos -repito, Estados Unidos-, quienes, desesperados, intentaban pararle a golpes y agarrones.
Aquel equipo, origen de todo, estuvo dirigido por Charly Sainz de Aja y, ocho años después, el periodista Luis Fernando López descubrió, en un gran reportaje en 'El Mundo', que trabajaba, totalmente olvidado por el baloncesto, como profesor. Nadie le había llamado en todo ese tiempo y vivía rodeado de fotografías de aquellos jugadores, maquetas de 'La Guerra de las Galaxias' y todos los muñecos de Tintín, Astérix y Obélix que uno pueda imaginar.
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Después vinieron casi cuatro lustros de éxitos en el Barcelona y en la selección absoluta. Hubo numerosísimos partidos memorables pero a mí, no ya de Navarro sino de aquella generación, me gusta recordar tres. Uno fue la final olímpica de Londres, en 2012, donde, me parece, España estuvo menos cerca de Estados Unidos de lo que nos hicieron creer. LeBron James liquidó el partido en cuanto quiso. El segundo es la final del Mundial de Japón. Al fin campeones del mundo. Y el primero, el día de mi vida que más he disfrutado viendo un partido de baloncesto, fue la final olímpica de los Juegos de Pekín, en 2008.
En aquella final, pese a que durante todo el torneo España estuvo muy cerca de romperse por las discrepancias con Aíto García Reneses -el mejor entrenador que ha dado este país-, la selección sí que puso en apuros de verdad a Estados Unidos. España nunca jugó mejor que aquella mañana en la que muchos acabamos llorando, emocionados, por aquella exhibición, la constatación de cuán alto había llegado nuestro baloncesto.
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La Bomba siempre fue un puntal en esta selección. Ha sido un jugador con una puntería letal y una mentalidad endiablada. Hasta la irrupción de Llull no había visto a nadie con su capacidad para cerrar los partidos igualados. Cuando se miden un grande y un pequeño y, por el motivo que sea, el partido llega al último minuto sin dueño, el 90 por ciento de las veces ganará el grande. Y lo hará porque tiene uno o más jugadores, auténticos cazadores, que se agigantan en esas situaciones. En Europa no ha habido muchos como Navarro.
De la Fonteta solía salir con los oídos zumbando. Ha sido uno de esos jugadores, como Rudy, especialmente odiado en Valencia y en muchas otras ciudades rivales del Barcelona. Es curioso ese fenómeno que permite a los hinchas emocionarse en verano con un jugador, simplemente por el hecho de vestir la camiseta de la selección, y en unos meses pasar a detestarlo y despreciarlo por convertirse en el contrincante.
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A mí me ha gustado mucho Navarro. En verano y en invierno. Y me gustó mucho que fuera a la NBA, le demostrara a Estados Unidos que era igual o mejor tirador que sus mejores tiradores, y se volviera a España porque le colmaba jugar en casa.
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