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Cuando todo esto acabe, seguiremos viviendo y muriendo. De hecho, lo seguimos haciendo. Al margen de este virus nuevo, está el amor de antes, el dolor de siempre, que seguirá ahí cuando todas estas muertes de más sea muchas menos. Una vez me dijo Pablo Salazar que lo más duro cuando fallece alguien querido es que la vida sigue. El vacío del que se fue se va llenando de otra gente y otras cosas. Es lo peor y lo mejor. Las alegrías retornan. Como las penas. Se suceden. ¿Y qué queda? Poco. El recuerdo y el olvido van echándose pulsos. Toda esta situación de hoy, que acapara conversaciones, decaerá. Aparecerán nuevos asuntos aparentemente ineludibles mientras nos vamos yendo unos y llegan otros.
Niñas que no sabían leer antes de la pandemia, ahora leen. La vida cotidiana transcurre inexorable mientras en los medios y en las redes se habla de grandes acontecimientos y pequeñas fruslerías. Las elecciones, los debates candentes sobre si llevar o no mascarillas en la playa... se diluirán. Sin embargo, el miedo, las pasiones y los deseos más personales son resistentes, y su desaparición sí nos interpela. La cabeza ('el cabet a la feina') impulsa el día a día, pero sobre todo somos corazón. Y el corazón, escribió Ondaatje, es un órgano de fuego. Somos esa llama. El calor y la luz que desprende. Y alrededor de ese fuego llega y se va todo lo demás. Es importante no perder esa perspectiva porque no sabemos cuándo dejaremos de arder. Sofocados repentinamente por un chaparrón o un golpe de aire. Quizá agotados lenta, suavemente. Por eso temo este tiempo en el que los abrazos están prohibidos y no avivan fuegos, que perviven gracias al cuidado que pongamos al velarlos casi en solitario. No descuiden despedidas, saludos ni las estancias con los que aman. Incluso sin tocarse, reciban, despídanse y vivan con intensidad esos momentos que nunca aparecerán en este o en otros periódicos.
La suerte también influye. Hacía tiempo que un instinto fatalista, quizá heredado de él, me imponía despedirme de mi padre con una mirada larga. Sin reservar demasiado. La última vez que le vi vivo le dije, adiós papá. Lo observé con detenimiento. El respondió, adiós hijo. Y me miró. Nos dimos media sonrisa. Ninguno de los dos sospechaba que era la última vez que lo haríamos en voz alta. Pero lo hicimos bien. De corazón. El suyo dejó de latir hace una semana, al margen de toda esta nueva fatalidad. Dos días después, sonó el intermezzo de Cavalleria Rusticana cuando su cuerpo también se fue. Fue casual, pero no todos los azares de estos días serán malos. Ese fue el mejor azar y adiós posible, y permanecerá en mi corazón mientras siga siendo un órgano de fuego.
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