Todo empieza cuando te pregunta por tercera vez si el fin de semana vas a ir a comer. Y le dices, de mal humor, que sí, que se lo has respondido tres veces. En ese momento no eres todavía consciente de lo que ocurre y, ... sobre todo, no te imaginas lo que está por venir.
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Tardas en identificar algunos descuidos como avisos de que algo sucede. Encuentras un grifo goteando olvidado, unos zapatos guardados en la despensa, una ventana siempre abierta. Observas una chaqueta mal abrochada, un mantel colocado del revés, el teléfono descolgado. Crees que tiene que ver con la edad. Relacionas cualquier torpeza con cumplir años. Y eso te evita prestar más atención.
Un día se equivoca con tu nombre. Y te ríes. No es la primera vez que te llama como a uno de sus hermanos o de tus sobrinos. Otro, en lugar de comprar tomate compra cacao. Y se queda abandonado en un armario de la cocina. Un mediodía, sentado a la mesa, te extrañas del sabor dulce de las lentejas hasta que descubres que en lugar de sal le ha puesto azúcar.
Le pides que te recoja un paquete, porque siempre se ha puesto a tu servicio para cualquier cosa que necesites. Y cuando regresas por la tarde y le preguntas por el encargo no sabe de qué le hablas. Menuda cabeza tienes, le sueltas sin darle importancia. No te fijas en su mirada perdida. Sin pararte a pensar en nada, y ante el ritmo acelerado en el que vives le llamas para que acuda mañana a tu casa a abrir el fontanero que va a mirar la cisterna. Y cuando al día siguiente suena el móvil y es el fontanero en la calle porque nadie atiende el teleportero comienzas a preocuparte ante tantos olvidos.
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Pero sigues a lo tuyo, respondiendo mails y llamadas, y la inquietud no tarda en disolverse. Pasan los días y no vuelves a dedicar un minuto a recapacitar sobre esos incidentes menores. Que consideras menores. Sigue preguntándote diez veces si vas a ir a comer o no, sigue dejándose las llaves puestas en la puerta, sigue telefoneándote sin recordar para qué te ha llamado. Pero no sacas conclusiones. O no quieres hacerlo, porque no te conviene. Porque no sabrías cómo abordar lo que se asoma en el horizonte.
En el portal de su edificio encuentras casualmente a un vecino que te explica que alguna vez ha bajado al supermercado en zapatillas. Sonríes para quitarle valor, pero su cara de recelo pretende avisarte de que hay que estar alerta.
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Al lunes le llama sábado. Por la mañana se comporta como si fuese la noche. Para ir al baño abre la puerta de una habitación con trastos. Pregunta que dónde se ha metido tu padre, que hace más de tres años que ha muerto. Y trata de disimular para que no le riñas, para que no le vaciles, para que no la descubras. Y entonces no te queda más remedio que abrir esos ojos que has tenido demasiado tiempo cerrados.
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