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Se lamentaba la pérdida, pero ayudaba el fallecimiento esa temporada de una abuela o un abuelo porque, en pleno carrusel hormonal de adolescencia capulla, cuando ... llegaba la Nochevieja se podía usar ese piso vacío para celebrar una fiesta. «¿Dónde vamos este año?» Y entonces aparecía alguien de la pandilla para confirmar una muerte y ya sabíamos dónde acabarían nuestras osamentas. En el fondo, celebrar un fiestorro en la morada del finado equivalía a homenajear la vida. El nieto que ofrecía el piso, en realidad realizaba un acto de amor póstumo.
Aquellos hogares mostraban la catástrofe de los años, con esos cuartos de baños de baldosas verde moco, ese timbre de la entrada con forma de galleta en cuyo centro se incorporaba el botón que se pulsaba y que parecía un grano de pus, ese recibidor con un mesa para depositar las llaves y una percha carcomida para los gabanes, esas camas cubiertas por colchas desflecadas que desprendían perfume de cadáver fresco, en fin... Pero a esas edades la Nochevieja era nuestra gran noche porque te permitían regresar más tarde que de costumbre al nido de los progenitores, y eso causaba sensación pues nuestro universo era un espacio reducido donde no eras ni niño ni joven, ni chicha ni llimoná, y una gracia de ese calibre suponía una emoción duradera.
A los 13, 14 o 15 años conviene hacer bastante el tonto porque luego esa sobredosis de tontuna te inmuniza en el futuro. Claro que, si sigues haciendo el tonto después, entonces es que eres tonto y no tienes remedio, una lástima. Durante esas primeras Nocheviejas hacíamos mucho el tonto. Bebíamos garrafón de marcas repugnantes y gracias a esa ingesta superábamos cualquier cota de estulticia. El virus privará a nuestros adolescentes de esa iniciación a la vida que consiste en hacer el tonto. Esperemos que no se traumaticen, las criaturas.
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