LAS DIPUTACIONES FRENAN AL NACIONALISMO
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Compromís quiere cerrar aquello que le hace oposición política en el sentido más noble del términoEs muy sencillo. Si Ferri, Baldoví y Amigó (Compromís) pretenden eliminar las diputaciones provinciales, es una señal inequívoca de que toca defenderlas. Ojo a los desavisados de Ciudadanos; defenderlas para defendernos. Lo que pretende la izquierda nacionalista no es tanto desmontar una institución supuestamente caduca, como quitar del medio al representante de otra identidad local fuertemente arraigada en la conciencia individual, pero que choca con el proyecto expansionista del nacionalismo antiespañol hoy en auge. La prueba es que Ferri, Baldoví y Amigó se presentan en rueda de prensa con una insolvencia absoluta, reconociendo que ni conocen la ley de régimen local ni saben qué hacer para acabar con las diputaciones. Podemos apuesta directamente por el modelo chavista de la incautación, es inevitable, fueron formados en la Venezuela bolivariana. Su proposición de ley (artículo 6.7) va derecho a quedarse con la pasta: «los presupuestos de las diputaciones se unirán a los de la Generalitat». Y el presidente Puig de moderado que parece en realidad se quita la careta: «no pueden ser un poder territorial dentro de las comunidades autónomas». No vayan a hacerle sombra o someterle a control; manos libres. El proceso de vaciamiento se parece tanto al precedente catalán que sólo eso debería poner en guardia a los más despistados.
Manos libres decimos, o más bien manos arriba, atraco al canto. Porque todo esto es abiertamente inconstitucional, pero ¿acaso importa? Todos estos planes atentan contra nuestro régimen legal y cuando lleguen a los tribunales serán tumbados para mantener la rectitud jurídica, pero ¿no es este un gobierno que está acostumbrado a legislar con atropello al ordenamiento? Se diría que el Botànic se ve incapaz de gobernar conforme a derecho. Aquí las pruebas. Siete varapalos judiciales en la Sanidad dirigida por Carmen Montón (prácticas en los hospitales, facturas de Ribera Salud, reparto de fármacos, decreto de sanidad universal, jubilación forzosa de los sanitarios, copago de medicinas y contratos en el hospital de Castellón). Una treintena de fallos anulando las directrices del independentista Marzà en Educación (conciertos de bachillerato, decreto prulingüístico...). Y también sentencias adversas en la Función Pública (por los usos administrativos de las lenguas oficiales).
¿Qué es lo que pasa? También es sencillo. Los españoles, en efecto, nos reconocemos primeramente en la identidad local y luego somos españoles o lo que haga falta. Cada uno es de su pueblo o ciudad (El Quijote: «yo, señores, de nación soy sevillano»), y luego viene todo lo demás. La España moderna se ha definido por la agregación de identidades locales altamente interiorizadas, y esas identidades tenían tres pilares fundamentales, en todos los territorios: la caja de ahorros provincial (fatalmente desaparecidas cuando pasaron a poder de las comunidades autónomas), el equipo de fútbol (de una honda pasión) y el periódico local (la prensa más saneada y pujante del continente). He ahí el mosaico hispánico, que todavía perdura. Ahí nos reconocemos, desde Tarifa a Finisterre y de Olivenza a Sagunto. Pla, catalán hasta la médula, español sin complejos, se veía por encima de todo como ampurdanés porque el Ampurdán era su país (su tierra). Palafrugell, Reus, Segovia, Yecla, Burgo de Osma, Utrera, Alcoy, Antequera, San Vicente de la Barquera... España. Desde su nacimiento, el poder autonómico ha tratado de diluir la identidad más natural, auténtica y nuclear de los españoles en favor de una comunión mayor, en torno a las entidades nacidas a raíz de la Constitución de 1978. Ha sido una lucha soterrada e intensa en todas partes, y bastante infructuosa. Pese a que se han derrochado quizás miles de millones de euros en propaganda, regalías y clientelismo, con la complicidad de las nuevas elites autonómicas, esas cortes del nuevo poder formadas por funcionarios, medios de comunicación y sectores mercantiles ávidos de quedarse con la representación de la sociedad civil y el bocado de los presupuestos públicos. Infructuosa porque la conciencia local primigenia sigue plenamente vigente, en ninguna comunidad ha consolidado por ejemplo un periódico de alcance autonómico sencillamente porque no responde al sentir ciudadano, mientras que las televisiones públicas no han pasado del estatus de plataformas de propaganda; nadie pagaría por ellas para informarse y mucho menos para reforzar sus sentimientos colectivos.
La descentralización administrativa y política que trajo la democracia quizá pudo llevarse a cabo sobre la base de las provincias históricas y su alianza federativa, en definitiva sobre una descentralización más profunda y cercana al ciudadano, pero aquella vía no se exploró; el nacionalismo vasco y catalán ya eran entonces muy poderosos. Se abrió un camino nuevo, la España de las autonomías, con el inconveniente de unas ambiguas desigualdades y privilegios que nos han traído hasta los conflictos actuales. La convivencia, con disfunciones evidentes en materia de competencias duplicadas, ha tirado hasta ahora mejor que peor. Pero el auge que en todas partes disfrutan los nacionalismos excluyentes acentúa la tensión. No sólo en Valencia; también en el País Vasco, Galicia, Baleares... las diputaciones son hoy un salvavidas frente al furor nacionalista en Lugo, Vitoria, Ibiza, Tarragona, Alicante... un muro de contención, un arma para defender lo propio frente a corrientes ideológicas importadas escondidas en la bandera del nacionalismo. Dicho a las claras. La Diputación hoy es necesaria para preservar la identidad de la provincia de Castellón, para evitar el centralismo administrativo y político valenciano; un fenómeno replicado en muchas comunidades, donde las provincias periféricas se ven subordinadas a la capitalidad autonómica. Y en el caso de Alicante, la Diputación sirve además para protegerse del nacionalismo catalanista gobernante, tan lejano a su idiosincrasia. Sin duda estas corporaciones tienen algo de función obsoleta, y han pecado de nepotismo y corrupción. Pero eso se arregla con un sólido cuerpo de inspectores, interventores y auditores nombrados por la Administración central para evitar tentaciones tribales. Es nepotismo lo de Alfonso Rus, Carlos Fabra, Jorge Rodríguez o el diputado Rius en la Diputación, pero no es menos nepotismo que el conseller de Transparencia quiera comprar obras a un pintor por su cercanía ideológica o que un teniente de alcalde de Fiestas desplace en los actos a los concejales electos para colocar a su madre y a su hermana.
Y, terminando por donde empezamos, Ferri, Baldoví y Amigó (Compromís) quieren cerrar aquello que les hace oposición política en el sentido más noble del término. No es sólo que dos de las diputaciones estén gobernadas por el Partido Popular, sino que además César Sánchez, desde Alicante, le abortó a la izquierda un proyecto educativo que los tribunales sentenciaron como ilegal y atentatorio contra los derechos de numerosos valencianos. La Diputación actuó como protector de la ciudadanía ante un plan que nos situaba tras la triste estela de nuestros vecinos catalanes. Aunque sólo sea por este servicio, merece la pena retrasar el debate sobre la utilidad y uso de las diputaciones a unos tiempos más estables y leales. Esto también es simple, no nos fiamos.
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