Hace diez años, mil editores de treinta países dijeron en la feria de Fráncfort que una década después, o sea justo ahora mismo, en 2018, el libro electrónico habría aplastado al libro de papel. Ser profeta siempre gozó de prestigio y además sale barato porque nadie pide cuentas después. Pero la realidad es que la centralidad de la industria cultural la sigue ocupando el libro impreso, mientras que el ebook apenas supone el 10% del mercado, y bajando. Un poco antes, también anunciaron la muerte de la prensa y del periodismo conocido. Pero aquí seguimos, mientras aquellos gurús desaparecieron con sus profecías. La impresión todavía representa el 90% del negocio mundial de la prensa. Sí, el 90%. ¿Y saben por qué? Porque el periódico de toda la vida un día posiblemente desaparecerá, un día, pero todavía hoy no se ha inventado el sustituto adecuado; no ha nacido. Nadie guarda en el bolsillo un dispositivo tan perfecto que anule las propiedades de un buen diario. Los formatos digitales nos dan nuevas experiencias de lectura, distintas y enriquecedoras, pero no son sustitutivas de la visión sistémica, cerrada y finita de un producto intelectual que es capaz de compendiar cada amanecer aquello que ha sucedido y que merece la pena conocerse y sobre todo ser explicado. El reto de la digitalización nos alcanza a todos, por supuesto. De la prensa a la banca, de los supermercados a la televisión, de la movilidad al ocio. A todos los negocios y actividades humanas. Por eso, el periodismo y los periodistas deberíamos dejar de preocuparnos de nosotros mismos para empezar a ocuparnos de lo que de verdad importa. Deberíamos preocuparnos y centrarnos en las tensiones crecientes que viven las sociedades democráticas, donde se está erosionando gravemente la convivencia social. El mundo parece experimentar una regresión, una vuelta a los tiempos en que los demagogos, populistas y extremistas condicionaron la vida pública. Esto sí que es muy preocupante.
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Los populistas están usando las instituciones de la democracia para derribarlas, según los norteamericanos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Su ensayo, reciente y muy exitoso, fija cuatro señales muy peligrosas para identificar a los demagogos allí donde gobiernan: 1) rechazar con acciones (o palabras) las reglas del juego democrático, 2) negar la legitimidad de los oponentes, 3) tolerar (o incluso alentar) la violencia y 4) voluntad de anular las libertades civiles de sus oponentes, incluidos los medios de comunicación. Y nos recuerdan una frase de Hamilton, uno de los padres fundadores: «todos los tiranos empezaron como demagogos». La obra es en realidad un alegato contra Donad Trump, al que acusan de haber cruzado las líneas rojas de los estándares democráticos. Y avisan de que eso puede pasar y pasa en otras partes. ¿Incluido en España? Bueno, aquí también ha habido líderes políticos que han llamado deshonestos a otros o les han acusado de ser delincuentes, o han amenazado a medios de comunicación. Los demagogos son peligrosos. Trump miente sistemáticamente en un país en el que hasta ahora mentir suponía ser expulsado de la vida pública. Lejos de esto, Trump se defiende acusando a los demás de mentir. Y de fabricar noticias falsas. Las famosas fake news. Resulta muy obsceno. El verdadero creador de las noticias falsas (para auparse al poder) denigra a los demás con algo que ha inventado él, hasta el punto de alterar la democracia más estable del mundo.
La última moda es que los medios de comunicación fabricamos noticias falsas. Lo dicen muchos políticos todos los días, cada vez que algo publicado les disgusta. Es el último resorte del demagogo para escapar al control de la prensa, no sólo lo hace Donald Trump. Las fake news se fabrican desde el ámbito político y sus numerosos tentáculos, en general se buscan después nuevos medios o medios desconocidos o residuales para ponerlas en circulación y pagan a infinidad de trolls en las redes sociales para propagarlas, o atacar a los adversarios, o a los medios discrepantes. Las fake news son un instrumento de propaganda del poder político para debilitar y condicionar la influencia del periodismo. Justo eso. Pero Trump quiere aprovechar ese fenómeno para someter y amansar a la prensa independiente. Y no está solo. Recordemos que aquí mismo,en España, la vicepresidenta Carmen Calvo reaccionó con un aviso general a la profesión ante la proliferación de escándalos e irregularidades que afectaban al gobierno bonito de Sánchez. Ya saben; los secretos fiscales de Huerta, el máster supuestamente regalado a Montón, las casas de Pedro Duque o Celaá, las comidas de Delgado con la chusma policial, etc. Fue justo después de que el propio presidente del Gobierno anunciara una acción judicial contra los medios que estaban poniendo foco sobre su tramposa tesis universitaria. Síntomas graves ya de por sí, pero que cobran mayor relevancia por el matrimonio de intereses que vive el partido socialista con los neocomunistas de Podemos, justo la formación política que más se ha caracterizado por zarandear a la prensa, por intentar cambiar a la prensa, por sustituir a la prensa. Tampoco es novedoso, sino una pulsión habitual del pensamiento extremista, a izquierda o derecha, lo mismo vale para los bolivarianos de Maduro que para los ultras de Blas Piñar.
La prensa debe defenderse de las fake news con buen periodismo, haciendo bien su trabajo. Ahora, a la ciudadanía también le toca su parte de responsabilidad. Cualquier adulto con cabeza sabe distingir los médicos de los curanderos, al profesor del charlatán, la dieta mediterránea de la comida basura. Por las mismas, cada cual deberá aprender a diferenciar marcas y reputaciones periodísticas frente a lo sucedáneo de la galaxia digital sin padre conocido o con autores de intenciones oscuras que se aprovechan de la confusión oceánica de las redes sociales. Lo nuestro es fácil. El director del Washington Post, Martin Baron, lo dijo con palabras sencillas cuando vino a Madrid: «el papel de la prensa es pedirle cuentas al poder». Punto. En cuanto a la responsabilidad social de cada individuo, ya lo recordamos aquí mismo en otra ocasión. George Orwell, gran batallador contra los totalitarismos, explicó hace mucho tiempo que «en último término, la libertad consiste en decirle a la gente lo que no quiere oír».
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