Ocurrió la misma mañana en que supimos que se había incendiado una residencia en Moncada y que muchos ancianos habían muerto. Javi llamó a la puerta de un domicilio al que acude con frecuencia. Trabaja en una ambulancia, atendiendo en sus casas a mayores enfermos y casi siempre también solos. Lo suyo es vocacional, antes de subirse a la ambulancia hizo una carrera de letras y ahora termina psicología, pero nada le satisface tanto como servir a los más frágiles, como cuidar el trozo de mundo que tiene ante sus pies. La mujer que abrió la puerta lo saludó por su nombre, lo conoce de otras veces en que ella y su marido se sintieron mareados porque necesitaban un poco de conversación con alguien. Y lo primero que le dijo fue lo contenta que estaba con los compañeros de Javi que habían venido antes y que, tras recogerle sus datos, le habían sugerido que se acostase.
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¿Qué compañeros?, preguntó Javi. Los del chaleco amarillo fosforescente, respondió la señora. ¿Chaleco fosforescente?, ¿qué datos le pidieron?, volvió a preguntar el joven. Lo normal, el DNI, el número de cuenta, la escritura del piso y todo eso, explicó la mujer. ¿Y su marido? Oh, sí, mi marido les enseñó todos los papeles, por lo visto los necesita la Seguridad Social para que nos suban la pensión. Javi se mordió el labio inferior para no alarmar a la anciana, pero por dentro lo recorrió al galope una manada de tacos e insultos. Hijos de puta, los resumía todos. ¿Ustedes tienen hijos?, volvió a preguntar. Uno. Le llamó y, cuando escuchó lo que acababa de ocurrir a sus padres, el hijo respondió: «Joder, otra vez mi padre, y mira que se lo digo». Gracias a Javi se pudo evitar que unos desalmados dejaran sin nada a una pareja de viejos; pero ellos, los viejos, ahora mismo, mientras yo escribo o usted lee, siguen llorando. Y ya no pararán.
Aligerar la bolsa de los poderosos es un delito, pero se puede explicar. No existe película sobre el robo a un banco en que los ladrones sean los malos. Ahora bien, eso de desvalijar a los más indefensos, eso de asaltar o timar a los pensionistas, no tiene perdón de Dios. A las casas de los abuelos les sobran recuerdos, ingenuidad y medicinas, pero no caudales; entrar ahí para atracarles ante las fotos de sus nietos, la televisión encendida haciendo compañía o las sobras del domingo bajo un plato para la cena, es un pecado más grave que matar a un ruiseñor. También esta semana vimos ancianas golpeadas en el suelo para quitarles su bolso en Alicante. Saltan alarmas de desamparo por todas partes, ¿y sólo las escucha Javi en su ambulancia?
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