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Las generaciones se compactan por compartir los mismos años, por cursar los mismos niveles educativos y por asistir a las mismas visitas escolares. Así, algunos nos identificamos con quienes han estudiado EGB, BUP y COU igual que nuestros mayores hablaban a todas horas de haber cursado el «preu» o haber pasado la reválida (la de entonces). Del mismo modo, las generaciones anteriores solían ir de visita al Cottolengo o al Asilo de los Ancianos Desamparados, para cantar villancicos por Navidad, mientras que los de la EGB valenciana íbamos al Museo de Historia Natural de Onda o los de ahora van al Museo Príncipe Felipe de Valencia. Los futuros escolares, en cambio, tendrán algo en común con los antiguos porque podrán visitar de nuevo el Museo de Historia Natural de la Universitat de València, que sufrió un demoledor incendio en 1932 y que, después de casi un siglo, acaba de reabrirse esta semana. Para la mayoría de mi generación, la Historia Natural se aprendía en Onda. Tengo grabada la visita en la memoria. No es difícil por el impacto en tan tierna edad de todos aquellos animales disecados. Por entonces ni era animalista ni conocía las reivindicaciones de esos colectivos sobre bienestar animal. De hecho me gustaba ir al zoo de Viveros para ver a las jirafas, tal y como me sucede ahora en el Bioparc con la tranquilidad de que aquí tienen unas condiciones de vida totalmente distintas a aquellas. Sin embargo, frente a los animales vivos y activos, los animales disecados de los museos de Historia Natural me entristecían mucho. Entiendo que en algunos casos y en el siglo XIX la única forma de conocer determinadas especies era la taxidermia, pero hoy en día parece totalmente innecesario. Ver un animal disecado, más allá de los museos, me recuerda el típico despacho antiguo y apolillado del abuelo de alguna amiga. Entrar allí nos daba miedo y jugábamos a aguantar a oscuras hasta gritar en cuanto notábamos brillar los ojos de cualquier bicho muerto. Quizás es un tópico pero no encuentro razón alguna para exhibir a un animal en una peana de madera para lucimiento del cazador o del aficionado taurino. Y tampoco en nombre de la Ciencia. Es cierto que lo incluido en el Museo de la Universitat son ejemplares de aves desaparecidas de la Albufera, cuyos cuerpos disecados proceden del antiguo museo. En un caso como ése resulta lógico recurrir a la taxidermia, pero no más allá. Un museo del siglo XXI puede recurrir a la tecnología, como hará éste, para ver volar un saurio propio de estas tierras con gafas de realidad virtual. Es una oportunidad de mostrar la vida sin tener en cautividad animales vivos o muertos. En cualquier caso, como ocurre en Otros espacios, el objetivo no es la mera exhibición como fórmula de negocio sino la sensibilización, el estudio para mejorar y conservar los hábitats de estos seres y la divulgación del tesoro de la vida que tenemos alrededor.
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