Podría haber titulado este artículo 'La excepcionalidad española', pero ese concepto incorpora un contenido positivo. No en la definición que nos ofrece la RAE -«condición de excepcional», y acudiendo a ésta, «Que constituye excepción de la regla común. Que se aparta de lo ordinario, o ... que ocurre rara vez»-, lo cual lo acercaría a la de anormalidad -«cualidad de anormal», y yendo a ésta y eliminando el sinónimo de disminuido, nos encontraríamos con «Que accidentalmente se halla fuera de su natural estado o de las condiciones que le son inherentes. Infrecuente»-. El contenido positivo del que hablo es el que se refiere a la historia de Estados Unidos, la primera potencia del mundo con permiso de China, y a la doctrina del «destino manifiesto» debido a su «excepcionalidad» o «excepcionalismo». Que se basa en el hecho de haber sido fundada como una república, en contraste con el origen de las naciones europeas. Por lo que, además, estaría llamada a expandir su ideal por todo el mundo, que es lo que con mejor o peor fortuna viene haciendo desde que intervino militarmente en la I Guerra Mundial.
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Sirva este largo preludio para afirmar que no es el caso de España. Porque aquí no hay doctrina de «destino manifiesto» que valga ni «excepcionalismo» al que acogerse. Aquí lo que hay es anormalidad pura y dura. Y no es que no tuviéramos nuestro momento histórico de poder y gloria, que lo tuvimos y no fue corto. desde 1492 hasta la paz de Westfalia, el principio del fin del dominio hispánico, que llegó a gobernar sobre 20 millones de kilómetros cuadrados, unas cuarenta veces la superficie actual. Pero ese 'momento' -hoy cuestionado, vilipendiado y hábilmente falseado por los mismos que defienden que en Cuba hay una democracia con todas las garantías o que Maduro o Daniel Ortega son dos hombres de paz- no tuvo continuidad, no ayudó a formar una conciencia nacional que aguantara el paso del tiempo por encima de vaivenes políticos, guerras y revoluciones, cambios dinásticos, luchas partidistas y transformaciones económicas y sociales. España, dicen hoy los historiadores, no es tanto el resultado de la suma de los respectivos reinos de Isabel y Fernando como el pueblo que se levanta en armas y planta cara al francés, al mejor Ejército del mundo, para mantener a salvo la integridad de la patria.
Si de verdad nació en 1808 combatiendo contra Napoleón, a lo largo de ese mismo siglo XIX España se fue apagando poco a poco hasta llegar a la depresión colectiva del 98 a partir de la pérdida de Cuba y Filipinas. Las guerras africanas, con episodios tan terribles como el desastre de Annual, y la dictadura de Primo de Rivera dieron paso al final de la monarquía alfonsina y a una II República tan esperanzadora por la modernización que iba a traer como fracasada. Por culpa de los unos y de los otros. Y de esa oportunidad perdida, a una guerra cruel que aún hoy, más de ochenta años después, sigue condicionando la política.
Lo que vino a continuación todo el mundo lo conoce, aunque sea con versiones interesadas y, como tal, distorsionadas. La dictadura franquista y la Transición. De nuevo la esperanza, otra vez el tren que nos conectaba con Europa. Todo pareció posible en el 92. Por un momento fuimos felices, comimos perdices (unos más que otros) y creímos que la fiesta duraría para siempre. Pero me temo que no, que para lo bueno pero también para lo malo, España es un país anormal. Una anormalidad no sé si genética pero en todo caso real y verificable que explicaría que con un Gobierno que ha pactado con los enemigos de España -los que están dispuestos a romperla, los que blanquean a los terroristas etarras, los nostálgicos del comunismo más trasnochado y fracasado-, tras una pandemia pésimamente gestionada que acabó con la vida de más de cien mil personas y después de unas reformas legislativas que entre otros efectos están sacando de la cárcel antes de tiempo a violadores y abusadores sexuales, la mayor manifestación callejera que se ha registrado en el último año haya sido contra una presidenta autonómica del PP, no contra ese Ejecutivo liderado por el PSOE. Y que la gala de entrega de los premios del cine español se convierta en un mitin político no contra el partido gobernante sino también contra la misma presidenta del PP. Y que a algunos todo eso les parezca normal y lo encuentran hasta divertido. Y las encuestas, no la del comisario Tezanos sino las serias, dejen en el aire y como probable que los que hoy forman el Gobierno Frankenstein puedan regalarnos una segunda edición del monstruo. ¿Es o no es España un país anormal?
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