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Era alto, muy flaco y llevaba unos pelos dignos de Farruquito. Era un frikazo del deporte y te podía decir la alineación de todos los equipos de fútbol de Primera, los puntos por partido de las estrellas de la ACB o recitarte todos los récords del mundo de atletismo. Así era yo con 23 años.
El deporte era mi vida y cada día, como venía haciendo desde que era un niño, leía LAS PROVINCIAS, uno de los periódicos que entraban en mi casa. Por aquella época, en 1993, solo había dos formas de localizarme: llamar a mi casa o llamar al bar Haro's, en la calle Burriana, y preguntar por Ferches. La segunda era más fiable y creo que fue allí donde dieron conmigo y donde el camarero empezó a buscarme al grito de «¡Señorita Flecher, señorita Flecher!». No podría afirmarlo: solo recuerdo que casi se me para el corazón cuando Juanma Doménech, con esa voz grave, seductora y radiofónica, me preguntó si el domingo les podría echar un cable en el periódico.
Intenté poner un tono desenvuelto, mientras un cosquilleo recorría mi espalda, como si cada día me llamaran dos o tres veces a pedirme colaboraciones periodísticas cuando, en realidad, no era más que un mindundi con media carrera colgando que, después de tres veranos hablando de deporte en la extinta Antena 3 Radio de Xàtiva, había ido a la 97.7 a mendigarle un trabajo a Juanma. Primero me dio una oportunidad en la radio y después, aquella semana de febrero de 1993, me volvió a echar un capote, esta vez en el periódico. Y aún hay gente que todavía me pregunta por qué siento devoción por él. Jamás olvido quiénes fueron mis maestros.
El caso es que después de decir que sí, me atreví a romper mi timidez enfermiza y le pregunté, así, como si nada, que qué era lo que querían de mí. Juanma me dijo que si podía ir el domingo a la Fonteta, que el Pamesa jugaba contra el Real Madrid, y hacer vestuarios.
Es muy probable que le contestara que sí, que sin problema, arrodillado y con los puños apretados. En cuanto colgué, pedí una ronda de cañas para todos mis amigos mientras las apuntaba en una berenjena. Sí, las apuntábamos en una berenjena. Sí sé con certeza que no pregunté cuánto me iban a pagar. Ni siquiera si me iban a pagar. Y lo que Juanma no se imaginaba es que si me llega a pedir 10.000 pesetas, se las hubiera entregado y aún hubiera dado las gracias. Un Pamesa-Real Madrid.
El partido era por la tarde-noche y ese día se me hizo muy largo. Interminable. Creo que a las tres ya estaba duchado, despeinado y con una grabadora enorme intentando cambiarle las pilas. Al lado, libreta nueva y boli nuevo. Me quité y me puse el pendiente doce veces. «¿Y si me riñen por llevarlo?». «Che, tío, tú eres así».
Una hora antes del partido salí hacia el pabellón. En aquel momento yo no tenía ni idea de si había que ir pronto o tarde. Juanma, dando muestras de que no pensaba estar todos los días calmando mis dudas, me había explicado por dónde tenía que entrar y dónde se sentaba la prensa, pero, como ya he dicho, era mucho más que tímido y, en vez de preguntar a alguien, di siete vueltas al pabellón antes de encontrar mi sitio. Alcancé mi asiento con el partido empezado. Un estreno muy propio de mí.
Siempre he tenido mucha suerte. Lo que perdía por vergüenza lo recuperaba por puro azar. Y ese día un Real Madrid colosal hincó la rodilla ante el Pamesa. Recuerdo los focos sobre el parqué, el ñiqui-ñiqui de las zapatillas, el público excitado zapateando el suelo y a los periodistas intercambiarse bromas como viejos marineros. Fue un partido memorable en el que Conner Henry metió 35 puntos y encendió las gradas con un mate volando por encima de Sabonis, quien, para mí, era una especie de mito por esa mezcla de estatura y talento gigantescos.
Acabó el partido y me quedé hablando con algunos amigos de la facultad que ya trabajaban en algún medio. Yo pensaba que los jugadores saldrían por la cancha pero, cuando me di cuenta, había pasado un buen rato y no había asomado ni uno. Pregunté y me dijeron que ya se habían ido todos. Me quedé paralizado. Apurado, aterrorizado, imploré ayuda a Fermín Rodríguez, que ya entonces pululaba por allí como si fuera el mismísimo Pat Riley. Él me tranquilizó, me dijo que fuera de su parte a José Manuel Parra -hoy speaker en Mestalla- y le pidiera las declaraciones si quería salir vivo de aquella. Y así, sin hablar con jugadores ni entrenadores, salí airoso de mi primer encargo en el periódico un 28 de febrero de 1993.
Hoy, 25 años después, sigo vivo. Gracias, Juanma. Gracias, Fer.
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