La primera ministra neozelandesa ha anunciado por sorpresa su renuncia al cargo. Su dimisión ha causado asombro en la esfera internacional. No es habitual que alguien poderoso tome una decisión de estas características sin que haya estallado algún escándalo o corruptela que le implique directamente. ... Y mucho menos que explique en una comparecencia pública que lo que, principalmente, ha motivado su decisión es no contar con la «suficiente energía para seguir». Jacinda Ardern ha reconocido que su cargo es «uno de los trabajos más exigentes» y que «no puedes ni debes hacerlo a no ser que tengas el depósito lleno y algo más en la reserva para afrontar los retos inesperados». Un discurso meditado, según cabe suponer, y argumentado desde la base de la inteligencia emocional: «Soy humana». Ardern se retira de la misma manera que irrumpió como fenómeno mundial cuando a los 37 años se convirtió en la mujer más joven en gobernar un país. Su naturalidad para apelar y escenificar sus valores y sentimientos, la empatía, la situó como némesis mediática del 'trumpismo'. Ese carácter ha marcado su acción política y su reacción a los episodios más trágicos de su gestión como el atentado terrorista contra dos mezquitas. Reformó la legislación y prohibió las armas semiautomáticas con las que se perpetraron esos ataques. En estos años, no son pocos los que injustamente han tratado de tumbar su liderazgo acusándola de ser 'blanda' por el hecho de mostrarse compasiva. Ardern ha presentado su dimisión practicando un ejercicio de coherencia con lo que ha proyectado como líder. Un acto de congruencia que no atiende ni a colores ni a carnés de partido. Y que añade una dosis de carisma a su figura. Acciones como la suya enseñan que la autoridad se puede ejercer dialogando con el otro a su misma altura. Sin pedestales. Del mismo modo que en España, durante la Transición, se entendió que las tarimas que subían al profesor a un primer piso para imponerse sobre su alumnado no eran necesarias para lograr que le prestaran atención, hoy en día los políticos de nuestro país deberían practicar el saludable ejercicio de descender del escenario de turno para pisar tierra firme.

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«Dimito porque un papel tan privilegiado comporta responsabilidad. La responsabilidad de saber cuándo eres la persona adecuada para liderar y cuándo no». Renunciar al cargo público más ambicioso porque sí, sin que te persiga una imputación o la presunción de algo turbio, es algo que en España solo podría ocurrir en alguna producción de ficción. Se confirma que lo de estar en las antípodas no es únicamente un asunto de coordenadas geográficas. Porque en este caso lo de la aldea global no cuenta o, mejor dicho, algunos prefieren que no cuente.

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