Así ha quedado el bingo de Valencia arrasado por el incendio

La incertidumbre, más recelo que miedo, ante lo ignoto. Aquella broca fina taladrando la sesera, sin prisas, como el buen torturador. La mochila que te sigue al exilio mientras por la megafonía atruena ingenuo el 'Valencia en Fallas'. El gesto sombrío de la administrativa del hospital que retrocede al oírte y estampa una mascarilla en la cristalera, «póngasela y espere en la calle». La charla furtiva con el médico que acude al rato, sus ojos inquietos husmeando alrededor por si alguien capta el sentido de las palabras, la sensación del yonqui al regateo con su camello surcándote el espinazo.El paseíllo hacia la entrada trasera, la de los apestados, donde una voz neutra os pide el santo y seña, y cuando esperas escuchar «ábrete sésamo» te mantiene pie a tierra un frío «déjame pasar, leche, que traigo otro Covid». La primera PCR, practicada con la maña del conductor novel que arrastra una ele. El apagón fulminante que te manda a la lona nada más volver al exterior, soberbio costalazo, y el rostro arrugado del doctor que surge entre tus brumas pidiendo una camilla a la vez que masculla «pero hombre, ¿dónde ha estado usted para coger esto?» La excusa pactada con la familia por si algún fisgón advierte tu ausencia, el acuerdo clandestino con el colegio para justificar el absentismo sin pánicos. El alcalde que sobrevive a una pregunta incómoda -«sí, un vecino ha dado positivo pero ya se fue del pueblo», replica y no miente-, mientras sus palabras se viralizan por whatsapp y temes que cuatro capirotes del Ku Klux Klan con antorchas se planten en la casa que dejaste atrás y pronuncien tu nombre.Las historias de tu hija, la caza de brujas, que si mi mejor amiga no me habla, que si en el club me piden que deje de ir a entrenar aunque Sanidad aconseja vida normal porque no hemos tenido más contacto y los asintomáticos no contagian; ese sentimiento de culpa que ningún «no te preocupes papá» disipará. Las visitas que dejan víveres en tu puerta antes de pulsar el timbre y salir pitando, haciéndote sentir como el canario que escurre la cabeza entre barrotes para picotear su alpiste. Las llamadas de los padres septuagenarios dispuestos a inmolarse con tal de que no estés solo en el búnker; qué más puede esperar un hijo. El amigo médico que cede al desconcierto y te enumera sus síntomas para que le digas, en tu rol de cobaya, si también él lo lleva dentro. El reparo a que la llegada de los astronautas para el contraanálisis descubra tu lazareto. Los números grabados en la memoria como muescas sobre la pared de la celda, paciente 44, curado 25. La enfermedad y el estigma que entonces la acompañaba, cuando el paso del tiempo se medía en horas y no en olas. Todos cumplís un año. Permitid que no os felicite.

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