Aquellas bandejas de pasteles
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Como el papel de calco o las cabinas de teléfono, han desaparecido las legiones de padres camino de las pastelerías el domingo por la mañanaApuntaba Rosa Belmonte el pasado miércoles algunas cosas que desaparecen, desde el papel de calco o la propia máquina de escribir a las cabinas de teléfono o el orinal bajo la cama. Aquí va otra: ¿qué fue de las legiones de padres de familia que el domingo por la mañana, antes o después de la misa de una (cuando la gente iba a misa de una), acudían a por la bandeja de pasteles, ese dulce remate de la comida dominical, de la paella de pollo y conejo regada con gaseosa y vino? Mientras el número de panaderías-cafeterías se multiplica como si de repente nos hubiera entrado un frenesí por desayunar y merendar fuera de casa todos los días, los pasteles de siempre se encuentran sumidos en una crisis de identidad. Y es que aquella escena era todo un rito, el padre bien trajeado, de domingo, camino de la pastelería más cercana a por una bandeja que solía reunir tantos pasteles como comensales, más alguno de regalo. El capricho, con su capa de azúcar tostada por encima, el palo catalán, que podía ser de crema o de chocolate (el de ahora es otro tipo de palo), el milhojas, el merengue de café, la capuchina, la media luna o el mítico susú, una auténtica bomba de relojería que hoy sería declarado agente infiltrado del colesterol y contra el que actuarían de oficio el Ministerio de Sanidad, la Consellería de Sanidad Universal y Salud Pública (¿y sostenible?) y la Concejalía de Bienestar Humano (si es que tal cosa existe, que me la acabo de inventar). Para para ello tendría que seguir existiendo la incesante procesión de padres de familia camino de pastelerías que, muchas de ellas, se quedaron por el camino, como Viena, Nestares, Noel o Villanueva, entre otras muchas. Todo un clásico, llegar hasta el mostrador, echar un vistazo a las existencias, ir seleccionando cuidadosamente mientras la dependienta (¿qué te pongo, cariño?, una fórmula que se empleaba aunque el cliente fuera un señor con más de cincuenta años) los sacaba con unas pinzas y los colocaba cuidadosamente en la bandeja que luego envolvía con papel de regalo tras protegerla con sendas tiras de cartón que cruzaba formando una bóveda, recordar el gusto de cada hijo, de la mujer, hacer de vez en cuando alguna innovación (los cucuruchos rellenos por ejemplo), dejarse vencer por la tentación de un producto más caro (el tocino de cielo, una obra de arte si está bien hecho), probar esa pastelería francesa que han abierto y que dicen que está muy bien, que hace cosas nuevas, arriesgarse a recibir las quejas de la familia cuando en vez del capricho, que se había agotado, se encontraban con uno de moka (pero papá, ¡si no nos gusta a ninguno!)... Aquellas legiones de padres no sufrieron la necesaria renovación que asegurara el mantenimiento de la costumbre dominical. Presentarse hoy con una bandeja de pasteles ante unos niños que consumen todo tipo de dulces industriales, a veces de forma compulsiva, es una apuesta demasiado arriesgada.
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