Ausencias y paternidades

Todos los que somos padres sentimos en algún momento de nuestras vidas una especie de vacío, de distancia respecto a nuestros hijos, a partir de aquel día en el que nos liberamos del peso de la crianza, cuando ya son adultos y hacen su vida ... sin apenas acordarse de nosotros. Y aunque lo hagan, siempre nos parece poco, y si llaman dos veces a la semana nos gustaría que fueran cuatro, y si vienen a vernos de vez en cuando desearíamos que ampliaran el horario. Ay, el eterno asunto de los padres y los hijos. El eje sobre el que gira, aunque a menudo no nos demos cuenta, nuestra vida. El asunto recurrente en todas las consultas de psicólogos y psiquiatras, el origen de todas nuestras taras, miedos y traumas; también el de muchas otras cosas buenas, claro, pero por ellas no necesitamos atención de especialistas. Cuando ellos se van y habitamos esa tierra de nadie en la que ya no somos ni padres ni hijos nos inquieta pensar si lo habremos hecho bien, nos gustaría saber qué piensan de nosotros y cómo hemos definido sus vidas. Pero ya es un suelo resbaladizo por el que resulta fácil tropezar porque ellos, que un día fueron pequeños, ya han asumido todo lo bueno y lo malo de nuestras enseñanzas, como hicimos nosotros, las han superado (o no), nos han perdonado, esperemos, y tienen la sensación de que tener padres es una cosa muy común entre las especies vivas y tampoco hay que darle demasiadas vueltas al asunto, cada uno gestiona a los suyos como puede. Creo que nos morimos deseando haber sido buenos padres y que nuestros hijos se despiden de nosotros dándonos las gracias por haberlo sido. Y en ese momento se llenan todos los vacíos y todas las ausencias. Se unen de nuevo las vidas. Ésta vez para siempre.