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GUILLERMO CARNERO
Sábado, 16 de septiembre 2017, 15:06
Todo lector de estas páginas sabe que Ausias March es un símbolo, un mito, una figura reverenciada y tutelar, el centro de lo que se considera el Siglo de Oro de la literatura y la cultura valenciana. Y como todo mito, corre el peligro de quedar rodeado de un nimbo tan cegador que impida verlo; el peligro de ser la deidad de un santuario ante el que todos se inclinan pero en el que pocos penetran. Salir al paso de tal incongruencia ha sido el propósito del profesor Robert Archer al coordinar este proyecto, cuyo origen se encuentra en su propia edición de hace veinte años de la obra de March en su lengua original, a la que se superponen ahora las versiones al español y en prosa de Marion Coderch y José Mª Micó, revisadas por el propio Archer y su esposa, Ana de Miguel. Al brillante trabajo y gran saber de todos ellos debemos esta obra completa de March, en cuidada versión bilingüe precedida por un estudio que nos resume quién fue el autor de estos dictats (cantos, poemas) y en qué consiste su relevancia. Una empresa que corona la brillante trayectoria del profesor Robert Archer, catedrático jubilado del King's College de la Universidad de Londres, valenciano de adopción y de residencia, especialista en literatura medieval y excelente conocedor de los siglos XV, XVI y XVII , que ha dedicado la mejor y más fecunda parte de su vida de investigador a desentrañar la obra de Ausias March y hacerla accesible a los lectores de hoy.
La vida de March transcurrió en la primera mitad del siglo XV, hasta su muerte en 1459. Fue familiar de la casa ducal de Gandía y sirvió al rey Alfonso el Magnánimo como militar y como halconero mayor; pertenecía a una familia de la baja nobleza, y se casó dos veces, la primera en 1439, con Isabel Martorell, hermana del autor de 'Tirant lo Blanch'. Su vida en Valencia se desenvolvió en ese ambiente de competencia entre nobleza y burguesía comerciante y de querellas y agravios entre linajes urbanos que tan bien refleja Shakespeare en 'Romeo y Julieta'. Un mundo en el que lanzaban sus últimos y más brillantes destellos las formas de vida y los valores de la Edad Media.
Archer estudia la visión del mundo y las ideas científicas de March como cantera metafórica y alegórica de sus poemas: sus ideas astronómicas según el modelo geocéntrico, su misoginia, sus ideas teológicas. En ese pensamiento se encuentra asimismo, y en lugar preferente, la teoría del amor cortés. Un pensamiento denso y muy ostensible en March; así las portadas de las primeras ediciones lo llaman filósofo y poeta. Poeta del amor ante todo, y de un amor envuelto en sutilezas conceptuales, como los cuatro estadios por los que había de pasar la personalidad y la actitud del caballero en su demanda de amor: 'fenhedor' o 'fingidor' (el callado y admirativo), 'pregador' o 'rogador' (el que solicita atención y amistad), 'entendedor' (el que es admitido a la intimidad casta) y 'drut' o 'amante' (el que obtiene la satisfacción sexual). O también las correlativas tres clases de amor: común o carnal, puro y mixto (el carnal entre quienes han alcanzado la comunicación espiritual). Véase el poema 87; también el 79, donde utiliza la alegoría de las tres flechas, respectivamente de plomo, oro y plata correspondientes a esos tres amores.
Según señala Archer, la médula de la metafísica amorosa de March es la constatación de la imposibilidad de llevar a la práctica las elevadas metas espirituales del amor cortés: un fracaso tanto masculino como femenino. Su gran aportación fue haber elaborado el verso culto con la singularidad que revela su comparación con el poeta, también valenciano y contemporáneo suyo, Jordi de Sant Jordi. Abandono, en suma, del provenzal como lengua de prestigio literario, adoptando lo que su cuñado Joanot Martorell llamaba lengua «vulgar valenciana» («vulgar» en el sentido no despectivo de habla cotidiana y coloquial). Ello no sin algún provenzalismo, como el «aymia» (amiga, amada) que aparece en el primer 'Cant de Mort' (nº 92).
Afirma en resumen Archer que, en su ámbito lingüístico propio, March fue fundador de una modernidad poética muy superior a lo que en castellano lograron sus contemporáneos estrictos, como Juan de Mena o el marqués de Santillana. Cuestión ésta un tanto bizantina y espinosa, porque ser moderno en lengua no implica necesariamente serlo en espíritu, y porque esa presunta modernidad habría pasado directamente de la cuna a la sepultura. Acaso si en castellano el desierto se extendiera desde Santillana a Campoamor y Bécquer, veneraríamos al primero como el inicio y la promesa de lo que pudo ser pero no fue, al no haberlo seguido Garcilaso, San Juan de la Cruz, Herrera, fray Luis de León, Góngora, Quevedo. La realidad es que no hay un Garcilaso valenciano por referencia al cual aquilatar el verdadero valor de March.
Robert Archer atribuye a su obra «universalidad e inmediatez». Parece más fácil aceptar lo primero que lo segundo. Obra universal en la medida en que lo son las catedrales góticas, en cuanto March posee un pensamiento y utiliza una retórica que forman parte de la koiné bajomedieval europea, en cuyo seno la Valencia del siglo XV ocupó un lugar de primer orden. Y sobre todo porque exploró con detenimiento las contradicciones y los conflictos de los sentimientos y las emociones, lo cual lo acerca a la contemporaneidad: véanse los poemas 39, 87, 98, 109, 119, 120.
Pero que sus 'dictats' sean de recepción inmediata y actual, eso es harina de otro costal. Sin la menor duda, las versiones en prosa que aporta esta edición aclaran las dificultades inevitables de una lengua hoy arcaica, pero no iluminan el obstáculo que es el intrincado pensamiento expresado en ella. Ese pensamiento está vertebrado por conceptos y valores que han de ser situados en un remoto pasado y descifrados con criterio erudito, y que resultan extraños al lector de hoy: la convivencia y el contraste entre alma y cuerpo, o la oposición entre amor y sexo, por ejemplo. Un pesado caparazón doctrinario bajo el cual el lirismo de Ausias March se mueve a nuestros ojos con dificultad, pero con innegable autenticidad en sus conflictos, una vez hayamos identificado lo que los provoca, y superado la extrañeza consiguiente.
Por otra parte, el modelo discursivo que expresa ese lirismo puede resultar arduo y poco ágil: un molde estrófico y métrico estructurado como un silogismo frecuentemente prolijo (poemas 100, 102, 104, 105, 106, 112 entre otros), cargado de comparaciones encabezadas por un «como», en ocasiones fastidiosas por su abundancia (poema 117), y rematado por una moraleja o apostilla (la tornada o envío) a menudo superflua. Todo ello, aun dejando a un lado las sátiras misóginas, configura la imagen de un poeta más cercano a lo medieval que, por ejemplo, Jorge Manrique. Si el Siglo de Oro valenciano se hubiera prolongado doscientos años después de March, sin duda hubiera tenido el Garcilaso que March no alcanzó a ser, aunque hubiera sido sin duda su maestro.
Martín de Riquer afirmaba que Ausias March había escrito «versos sorprendentes, vigorosos, lapidarios, que hacen olvidar los otros duros y torpes». Menéndez Pelayo creía que, si March produce a primera vista disgusto por monótono, duro y pobre de imaginación, muestra «fuerza y lucidez maravillosas» al bucear en las profundidades del sentimiento. En él, para D. Marcelino, «por caso singular una pasión verdadera y ardiente se encerró bajo una espesa armadura escolástica». En el mismo sentido reconocía Rafael Ferreres a March una capacidad de «asombrosa introspección» en el análisis y la expresión de los matices y las contradicciones del sentimiento amoroso, aunque no pudiera evitar la reiteración, la monotonía y el prosaísmo doctrinal y didáctico. Las opiniones de Rafael Ferreres son discutibles -todas lo son-, pero su erudición es digna de respeto. Nadie con sentido común debería menospreciarlo.
Recapitulemos, y que el significado último de estas precisiones no quede enmascarado. En primer lugar, Ausias March es un clásico irrenunciable. En segundo lugar, tiene y ha tenido fundadamente fama de difícil y oscuro, y estas excelentes versiones en prosa son una ayuda imprescindible y sumamente eficaz para que esa oscuridad se disipe. Por otra parte, probablemente fue, en el otoño de la Edad Media, el mejor poeta, tardío y anacrónico, de la escuela trovadoresca, si bien exploró la psicología de la contradicción, la angustia y la ambigüedad con una profundidad que hizo resquebrajarse el pensamiento y la retórica de los que no podía históricamente evadirse. «Molts son al mon que mos dits no entengueren», escribió en su poema 94. Hoy, gracias al profesor Archer y sus colaboradores, no se sentiría ya incomprendido ni ignorado.
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