Para unos, hablar de gobierno autonómico puede significar que es lo que hay, un nombre como otro cualquiera o una forma de administrar la lógica ... división territorial. Más o menos. Ya saben: un estado que se divide por abajo en una serie de comunidades autónomas, antes llamadas regiones, que a su vez se desglosan en municipios, que ya estaban desde siempre, y por arriba se articula con otros estados dentro de la Unión Europea. Como una escalera que va repartiendo funciones y competencias: esto es lo que dice Europa, aquello corresponde al Gobierno central, esto otro es de la autonomía y eso es cometido del consistorio. Vale.
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De esa estructura derivan directivas europeas, leyes estatales, luego atonómicas, ordenanzas municipales, trasposición obligada de normativas de rango superior... Y dentro de todo ello se van extendiendo desde arriba criterios que tienden a generalizar y uniformar, casi siempre sin tener en cuenta costumbres locales, reglas consuetudinarias, formas diferentes de organizarse y funcionar..., para ir poco a poco, a la chita callando, hacia pautas iguales para lo que no suele ser igual. Una tendencia que va cayendo como por la fuerza de la gravedad y que apenas se ralentiza algo ante quien más chilla o aprieta, porque cuenta con poder político suficientemente conformado para hacerse valer; pero son los menos.
Sin embargo el principio del estado autonómico no fue así. El surgimiento de las autonomías en España tuvo que ver con el reconocimiento de las aspiraciones de cada región o territorio a gobernarse de manera autónoma, al menos en aquellas cuestiones propias y diferenciales. La cuestión que se pretendía resolver era, precisamente, la de no mantener a todos bajo las mismas pautas, puesto que en cada parte existen realidades distintas que merecen normas propias. Luego, el tiempo y las conveniencias han ido erosionando aquellas intenciones.
La tecnoestructura global se va encargado de cargarse aquello a base de burocracia y digitalización, donde sucumbimos poco a poco, sin darnos cuenta, o a veces hasta con fervor. Lo asumimos y ni nos percatamos de que, en la práctica, aparte de apariencias, un autogobierno suma otra organización para administrar ciertas cosas por delegación, con alguna impronta de complejidad añadida.
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Luego nos quejamos, por ejemplo, del abandono agrario y de que la mayor parte de los agricultores valencianos quedan fuera de ayudas y políticas pensadas para realidades muy distintas a las de esta autonomía. Sin embargo, aparte de quejarnos, apenas nada, sino resignarnos y atender a expertos que señalan: «Es que lo manda Europa». Pero no era eso, no era eso.
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