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Ir hasta la frontera de Ucrania y regresar con decenas de mujeres y niños en autobuses y furgonetas es muy fácil de decir. También lo es ocuparse de que encuentren un hogar, vayan a ... la escuela o tengan un trabajo. Lo mismo que deseamos para nuestros familiares y amigos. Las palabras tienen poca consistencia si no son hijas de los hechos y, por suerte para mi, he podido compartir con un grupo de buenas personas el sueño de hacer, de intervenir, de cambiar el destino de otros seres humanos. Lo han hecho movilizando a otros, pidiendo dinero, sacrificando su tiempo y muchas otras cosas, sin querer salir en ninguna foto, tan solo por poder abrazar a gente necesitada de un refugio. Puede que sea poco, 67 vidas en la inmensidad de la guerra, o puede que sea mucho. No es una cuestión de números ni de estadísticas sino de vidas concretas, de nombres y apellidos, de críos que un día serán mujeres y hombres y, tal vez, recuerden a aquel grupo de valencianos que decidió levantar el culo del sofá e ir a por ellos a miles de kilómetros de distancia. Como este grupo hay muchos otros, cada uno con sus razones y circunstancias, que han mostrado y muestran el mejor lado de nuestra naturaleza. El de dar sin pedir, el de amar sin esperar recompensa.
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Recuerdo un momento en el autobús, ya comenzado el camino de regreso a Valencia, en el que todos los integrantes de la expedición tomaron el micrófono y explicaron a los refugiados las razones por las que se habían embarcado en el viaje. Asun tomó la palabra y dio las gracias a estas mujeres y niños «porque no he venido a ayudaros yo, sino que sois vosotros los que me ayudáis a mi». Esa reflexión, tan llena de humildad y belleza, creo que resume bastante bien, sin caer en ningún tópico, el fondo del asunto. Estoy seguro de que la experiencia se repetirá, otros fueron antes y otros lo harán después, porque esa llama de la verdadera solidaridad, que nada tiene que ver con el palabrerío hueco que asoma a diario en los telediarios, es a veces frágil pero muy difícil de apagar. Y también recuerdo que, después de ver a este grupo de refugiados descansar tranquilos y seguros en nuestra tierra, me pregunté qué están haciendo exactamente con nuestro dinero los gobernantes de esta comunidad. Se supone que hay instituciones de nombres ampulosos habrían de dedicar a acoger, cuidar y acompañar a estos seres humanos de los que tanto hablan en sus discursos y a los que usan para colocar banderitas en las fachadas de sus elegantes edificios.Recuerdo esa mezcla de satisfacción privada por aportar mi granito de arena, y la alegría de compartir momentos tan especiales. Y también vergüenza por quienes alaban el carácter acogedor de los valencianos, cobrando salarios públicos, mientras otros trabajan de verdad esas virtudes de las que ellos presumen.
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