Lo escuché ayer en el mercado y me dejó helada la sangre. Dos señoras comentaban las cuitas del marido de una de ellas que debía ser operado de inmediato. Protestaba la afectada diciendo que le habían anunciado la operación para la semana en curso y aún no sabían si sería la siguiente o la otra. Ante esa incertidumbre, la interlocutora le espetó: «y con los que vienen ahora en el barco, vete tú a saber cuándo». Protestó un chico a mi lado, me sumé a la queja y, cuando se enzarzaron de malos modos, los dejé discutiendo si eran peores los británicos que engañan con intoxicaciones falsas en hoteles de la costa o estos pobres supervivientes que no vienen a aprovecharse ni de nuestra hospitalidad.
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Que la atención sanitaria a seiscientas personas, en principio sanas y con afecciones propias de un viaje escalofriante en alta mar, pueda colapsar la Sanidad valenciana es tan desproporcionado, injusto e irreal que no merece ni dedicarle una línea. Sin embargo, aunque nos pueda parecer una exageración indigna de atención, ese tipo de mensajes tiene tanta fuerza para calar en el imaginario colectivo y acabar creando prejuicios peligrosísimos que no puedo sino denunciarlos. Es justo la clase de afirmación que nutre a grupos extremistas y xenófobos atribuyendo al extranjero, o al diferente, todos los males que sufrimos. No es nuevo. Lo vimos en la Europa de los treinta, del pasado siglo, cuando los judíos eran presentados como aquellos que se quedaban la riqueza del país, que conspiraban contra el gobierno o que perjudicaban a los vecinos. Y no hace falta irse lejos en el tiempo cuando en Italia, en 2007, decidieron expulsar a los gitanos rumanos. Un fantasma recorre Europa: el rechazo al extranjero. Y no solo en Europa. A la vista del discurso permanente de Trump y su funesto lema, «América primero», el virus xenófobo está por todas partes y dentro de unos años será imparable, temible y difícil de extirpar. Por eso es ahora el momento de decirlo con claridad y rotundidad: los del barco no nos van a quitar nada, no son el enemigo, no son un peligro ni un riesgo, al menos, no mayor que cualquier otra persona que, visita, vive o trabaja en esta Comunidad. Nos sorprendemos cuando vemos a muchos de ellos con títulos universitarios, con móviles o con familias que dejan atrás. No son seres de otro mundo. En su país, antes de la guerra o de las luchas entre grupos o clanes, vivían en paz y tenían los mismos anhelos que nosotros. Algunos no han conocido la estabilidad ni han tenido ocasión de establecer una vida normalizada. ¿En nombre de qué se la negamos? ¿Quién nos ha hecho dueños de la tierra, los recursos o la vida en común? El mundo es uno y las migraciones han acompañado al ser humano desde antes de ser homo sapiens. Europa es tierra de migrantes y el rechazo del otro, el mayor retraso moral que pueda asolar un Continente construido sobre rutas de peregrinaje y mestizaje.
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