Barreras arquitectónicas con excusas
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Es curioso cómo las ciudades son amables para los vehículos con ruedas pero no para las personas que precisan de ruedas para su propia movilidad por las aceras. Vías estrechas, escaleras sin rampas o calles con pendientes pronunciadas complican el día a día de aquellos ... cuya capacidad motriz es limitada.
En el siglo XXI y con una mayor conciencia sobre la necesidad de hacer accesibles los entornos urbanos sorprende cómo aún queda en lo que trabajar. Es algo que no se percibe si no se padece. La sensación generalizada es equívoca, o poco precisa, como si se hubiera avanzado mucho al respecto. Que tal vez sí, pero no lo suficiente.
En el último año y medio, que me he estrenado en el transporte con carros infantiles, he sido consciente de ello. Porque yo era de los que pensaba que la situación había variado notablemente. No comparo esta circunstancia temporal mía con la que vive mucha gente, determinada por su dificultad para moverse. Que conste. Pero me ha permitido acercarme a algunos problemas que persisten, a la hostilidad de no pocas zonas para este tipo de tránsito.
Esa dificultad sigue ahí. Debemos tenerlo en cuenta. En manos de todos está que nuestras ciudades sean amables con toda la población. Me he topado con pavimentos deteriorados que hacen peligroso pasar por ahí, desniveles complicados de esquivar, obstáculos que yo puedo sortear, pero que imagino no será tan sencillo para los que usan sillas de ruedas. No valen las excusas, aunque en ocasiones nos salgan solas, sin meditarlo. Porque no nos detenemos a pensar en lo que decimos.
Hace unos días visité el IVAM para ver las estupendas exposiciones de Anni y Josef Albers y la dedicada al diseño gráfico en torno a la Ruta del bacalao. Esta última se ubica en la galería 6, una sala con doble altura comunicada por una escalera interior. Como iba con el carro -desde hace año y medio se ha convertido en un acompañante imprescindible- no podía subir. Amablemente me indicaron que debía utilizar un ascensor exterior. El ascensor estaba, sí, pero ninguno de los miembros de seguridad que custodiaban la planta en ese momento disponía de la llave ni podían comunicarse con la recepción para localizar a quien la tuviera. Así que me emplazaron a que bajara yo mismo a solicitarlo. Y lo hice: bajar para volver a subir.
No tenía prisa. No hablaba por mí cuando me quejé de que ese acceso fuese engorroso para cualquier persona con movilidad reducida. «No podemos luchar contra la arquitectura», me respondieron en la recepción.
Ya lo creo que podemos. Es más, debemos. En este caso se solucionaría simplemente con que todos los trabajadores de la planta portasen una llave del ascensor para actuar cómoda y rápidamente sin obligar a nadie a subir y bajar injustificadamente. Las excusas son las peores barreras.
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