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Tal vez sea aceptar el paso del tiempo una de las enseñanzas más difíciles. Conlleva no solo contemplar la natural decadencia del cuerpo, aunque el concepto lleve a engaño, porque consideramos la vejez como una época despreciable cuando puede ser un momento de esplendor. Pero ... aceptemos esa terminología y digamos que el cuerpo, en su proceso natural, pierde la energía y la belleza de la juventud. Sin embargo, muy pocas de las cualidades que pueden hacer interesantes al ser humano más allá del lustre de la superficie y la agilidad física sufren deterioros con la edad y, en muchos casos, lo hacen más atractivo gracias a la acumulación de conocimientos y experiencia que, de otro modo, son imposibles de obtener. A quienes nos gusta la literatura o la música, por ejemplo, nos ocurre a menudo que hallamos grandes obras nacidas de la sabiduría de los años, muchos más arriesgadas y profundas que las creadas con el ímpetu de los primeros años de la vida. Algo similar ocurre en otros órdenes. La realidad es que vivimos en una dictadura de lo juvenil, sin que esto sea un desprecio (que ahora todo el mundo se ofende enseguida). Los mercados, por ejemplo, de la belleza, el entretenimiento o la moda, imponen un ritmo de consumo en el que cada año se queman miles de esperanzas y de vidas que, tras un paso fugaz por las pasarelas de la belleza, la fama y el reconocimiento social, quedan guardadas en el rincón mientras otras ambiciones, aparentemente nuevas, ocupan su lugar. Siempre que pienso en la belleza momentánea de la juventud no puedo evitar hacer lo mismo con esa otra que, consciente de la longitud de la carrera, ajena a las luces de neón, aguarda a la madurez para dar los mejores frutos y sin sentirse frustrada por ello.
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