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Bécquer fue el primer pagafantas. «Por un beso... ¡Yo no sé qué te diera por un beso!», cortejó zalamero. Y no hay que menospreciar el alcance de sus promesas, teniendo en cuenta que en la rumbosa tabla de equivalencias del gachó se canjeaba el mundo por una mirada o el cielo por una sonrisa. Con tal precedente, ¿a quién sorprende que un siglo después llegaran Manuel de la Calva y Ramón Arcusa poniendo a nuestros pies las estrellas y la luna, felpudo de lujo al servicio de Cupido? Y todo por un simple beso, aunque fuera de Judas, como los que proporciona la política, tierra fértil para promesas desmedidas y pactos con el diablo. Que pregunten a Alberto Fabra. Se desmoronaba el castillo de naipes pepero, carcomido por la corrupción, y el presidente accidental trazó tajante su línea roja. Toda imputación conllevaría la inmediata inhabilitación pública, sin importar que la denuncia fuera de naturaleza inconsistente, la impulsara un francotirador o apuntara al fracaso. Consumado el relevo institucional, los sobrevenidos guardianes de la moral no podían ser menos y se incorporaron al tren del cortoplacismo insensato, en cuya cabina un Ribó embriagado de populismo refrendaba que si un juez abre un proceso de investigación «se dimite». Y aunque cabe suponer que lo que vale para el maquinista vale para el pasaje, ni el alcalde se apeó en el amargo trance ni a su alumno aventajado Fuset parecen bastarle tres imputaciones. Por impostada que sea una promesa, por injusticia que acarree su ejecución, el sustento del gobernante es la credibilidad; allá él si la empeñó de forma más o menos gratuita. De acuerdo, señor Fuset, su primera imputación pinchó y en las otras dos la moneda sigue en el aire, pero la política es un juego diabólico cuyo manual de instrucciones redactaron ustedes, así que ya sabe, buen viaje y gracias por los servicios prestados.
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