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Preparaos queridos míos, porque en cuanto pase esta locura del coronavirus un servidor, por lo general tirando a seco, piensa mutar en lapa para recuperar todos los besos y abrazos robados. A la espera del resarcimiento, no queda sin embargo otro remedio que seguir masticando este escenario apocalíptico más próximo a cualquier angustiosa secuencia de 'Guerra Mundial Z', la muerte contra la vida, que a la reacción sensata y científica ante lo desconocido atribuible a nuestra especie. No es el afán de este artículo abonar el terreno yermo del negacionismo. Encaramos el desafío de un mal inédito, como le ocurre cada cierto tiempo a la humanidad, y hemos de ser todo lo enérgicos que dicta el sentido común; rozarnos lo justo, aislar a los infectados y proteger a la población vulnerable hasta dar con el punto débil del miserable microbio. Pero algo no les encaja a mis probablemente obtusas entendederas de humilde candidato a enfermo. Si la medicina se esfuerza por racionalizar el alcance real de la amenaza y separar la precaución del pánico; si quienes ya padecen este virus constatan la ausencia de una sintomatología excepcional; si de verdad esto es menos que una gripe común, con el único agravante de que no hay vacuna y por tanto se acrecienta el número de personas expuestas, ¿por qué no actuamos de un modo acorde a como lo haríamos con ella, convirtiendo la calma en un componente más del antídoto? Los hospitales están colapsados, la economía se desmigaja, el alarmismo esparcido como ondas en el agua agrieta un Gobierno e inyecta terror en las empresas. Nos arrolla la confusión, las gradas de los estadios vacías pero los aeropuertos aún abiertos, las casas búnkeres donde se respira miedo mientras las calles de marzo huelen a pólvora como si nada. Todo por este virus con nombre de ingrediente de lata de conservas. Aclárense y aclárennos, porque si sólo es una pesadilla pasajera estamos enviando por ella al carajo el futuro, y si por el contrario de verdad se acaba el mundo yo preferiría despedirme dando besos.
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