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Leer es dialogar, pensar acompañado, compartir experiencias. Los norteamericanos nos enseñaron a contar historias; que una novela no es un mosaico de máximas filosóficas desarrolladas con ejemplos, como creíamos los europeos, tan catequistas, sino un relato sin otra pretensión que la de mantener captada la atención de quien esté leyendo. Nosotros nos dábamos lecciones y los americanos nos enseñaron a entretenernos. Leer es disfrutar de no estar solo cuando efectivamente estás solo. Nada hay tan parecido a una conversación contigo mismo como el flujo de pensamientos que se establece entre ese otro en que consiste el libro y tú. Por eso quien tiene un libro tiene un espejo para el alma, una mascota del alma, un pajarito en el alma. El libro siempre es un viejo colega y setenta mil libros, pues setenta mil viejos colegas, claro está.

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Con la lectura se trata de escuchar un susurro, pero Bruno Schröder, de Mettingen, en Renania del Norte, no se conformaba con tan poco, almacenó más de setenta mil libros en su casa y murió aplastado por ellos. Prestaba oídos a un clamor de susurros. Libros por las paredes y por los techos, libros en el costurero de la salita y en la alacena de los platos de domingo, libros en el cesto de la ropa sucia y en la pila de fregar. Libros corriendo por debajo de la silla de la cocina como cucarachas, libros como escalones de proclamación de la reina de los juegos florales para subir al váter, libros en el fondo del armario como la ropa que se dejó papá. ¡Setenta mil! Al morir el hombre, otros que entraron en su casa se quedaron espantados por aquella hojarasca, por aquella selva amazónica de pliegos, por aquel invernadero de papeles desbordado. Ahora su viuda, demenciada y recluida desde hace años en una residencia, pone la delirante biblioteca a la venta.

Bruno, en vida, fue ingeniero de minas y por no sentirse un extraño sobre la superficie de la tierra se construyó esa mina de libros en la que seguir como en una cueva cuando estaba en casa. Bruno mismo fue un libro de libros y su historia un relato laberíntico. Todos los lectores llevamos un Bruno Schröder dentro y, si no me creéis, mirad la estalagmita de volúmenes que no para de crecer junto a mi mesita de noche. Morir ahogado por libros es un destino plausible para los tontos que creemos que leer es hacer el amor con nuestra propia inteligencia y, si es poesía, además con nuestro propio corazón. En los libros cerrados las cosas siguen pasando, aunque nadie las vea, Bruno sabía eso y también que los enterrados entre libros pueden ser leídos, aunque ya no lean.

Quien tiene un libro tiene un espejo para el alma, una mascota del alma, un pajarito en el alma

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