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Discurría mansurrona la infancia entre las butacas del Merp y el Malvarrosa, sabor a barrio, reestreno y programa doble, cuando ocurrió. Fue en este último cine, poco antes de que el progreso lo transformara en un Superette, canjeando los sueños de 35 milímetros por botellas ... de Mirinda. No recuerdo la película, solíamos ir a ciegas, pero sí el momento en que la imagen se hizo carne y aquello apareció de sopetón, inocente y blanco aunque a mis mojigatos ojos bravío, iluminando la oscuridad. Guau, el primer desnudo. Pude recibirlo a portagayola, de rodillas y con una larga cambiada como tantas veces había fantaseado, pero en su lugar me cubrí el rostro. Dos asientos más allá clonaba el gesto mi amigo; no era plan de violentar a su abuela, tiesa como junco entre ambos, ágil en la mirada periférica, una jodida pupila sobre cada uno en vez de observar la pantalla. Pero dice la ciencia que en un 70% somos agua, y añade la vida que nos cuesta bien poco ponerla en ebullición, así que la vista se escurrió entre los dedos, sorteó la censura de la vieja y regó generosa el páramo de la curiosidad, yermo en aquella niñez de sotanas y pupitres masculinos. No hablo de tiempos de maricastaña. Quedan más cerca de lo que piensa esta generación alfa los años en los que cada cual investigaba como podía o le dejaban, sherpas en tierra hostil. Bien que lo sabía aquel sufrido VHS de '9 semanas y media' por la tralla que le dimos. Aunque poco había que ver, la imaginación rellenaba los huecos. Adelante, atrás, ¡pausa!, el cubito de hielo recorriendo hipnótico cada milímetro de piel de Kim Basinger, todos alrededor del poderoso mando a distancia, ¡rebobina otra vez!, convertido Mickey Rourke en nuestro Monchito. Y como el saber no ocupa lugar, proliferaban los atajos. Avanzadillas de alumnos escolapios recorrían impenitentes la vía del tren, allá por la huerta de Vera, auscultando el terreno palmo a palmo cual sioux porque alguien dijo que bajo una piedra concreta y en un punto determinado yacía un tesoro, ignoro si 'Lib' o 'Penthouse', que la calentura no me golpeó hasta el punto de salir en busca del vellocino de oro. Vaya suerte tienen algunos, habría pensado mi yo niño ante un catalejo que avistara este presente de rastreadores pasivos con pasaporte para lo desconocido sin hurgar bajo las piedras. El milagro de la triple 'a', accesible, asequible y anónimo. Hoy no lo tendría tan claro. Prefiero explorar a ser colonizado, urdir estrategias a abrevar las hormonas en la barra libre de internet. Constata Save the Children que nuestros hijos llegan al porno a los doce años, a veces antes, sin buscarlo. Él los encuentra a ellos a través de su smartphone -'Think different', profetizó Steve Jobs y acertó-, confundiendo, manejando, absorbiendo la desigualdad de género y amplificándola. Entre los vídeos más compartidos en la red figura una violación grupal como la de la 'manada', carnada para mentes inmaduras. En aquella butaca del cine Malvarrosa, o agarrado al mando a distancia, siempre me sentí fisgón de un mundo irreal. Hoy no es fácil huir del casting porque el plan lo trazan otros. La pornografía se ha convertido en profesora y consultorio sexual de adolescentes, alerta desde la oenegé Catalina Perazzo. Pues estamos en un lío, porque legislar alivia el dolor, pero educar cura.
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