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Cuando sales a pescar en una barca por la Albufera experimentas esa extraña sensación de los viajes en el tiempo, como si por un momento anduvieras enredado en vidas pasadas, que tal vez fueron mejores, cuyo recuerdo, de algún modo, nos reconforta. Porque los habitantes del asfalto andamos siempre a la caza de experiencias sobre las que podamos contar que fueron auténticas y, por eso, cuando una forma de vida va desapareciendo no nos importa conformarnos con recreaciones y sucedáneos. Lo vemos a menudo en las películas, en la literatura o en cualquiera de esos espectáculos que se montan para que los turistas, antes de ponerse a reventar de paella, se hagan una idea de los esplendores del pasado y capturen con sus móviles miles de millones de momentos inmortales. No puedo evitar ahora ver a 'Mateu', el pescador de la imagen, de nombre Vicent Marco, que nos llevaba aquel día. Sujetaba la caña del timón con la punta de un dedo y manejaba la percha con precisión de cirujano. Hablaba en el extraño lenguaje de los habitantes del lago que se guían por las matas de enea, las bocas de las acequias y por una geografía ignota para el profano. Su rostro, brillante con la luz del atardecer, mostraba todavía la admiración por este paisaje único y tantas veces herido por el hombre. Casi nadie vive ya por entero de la pesca, porque lo que da dinero son los restaurantes y porque, además, no queda mucho por sacar de estas aguas que deslumbran con su espejo siempre cambiante. Es un mundo desaparecido, perdido en el tiempo como el recuerdo de 'Mateu'. Una ilusión que se desvanece como la quietud del lago cada vez que un motor rompe sus superficie, cada vez que se pierde la memoria de aquellos que amaron y respetaron este lugar.
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