Hoy hace una semana que la llamaron, no respondió y le rogaron a un amigo que fuera a ver. Una semana que su madre, su padre y su hermana se rompieron como una copa de cristal estrellada contra el piso. Una semana que la tía Caye avisó a los más cercanos y adoptó las decisiones que toca cuando un alma paga la cuenta y se marcha. Tan de repente, tan a traición, tan sin pies ni cabeza... Una semana que Rosario, Enrique y Rocío emprendieron viaje a Madrid para recoger el cuerpo de Candela y, después de que les pusieran cuantos cuños administrativos caben en tres corazones miniaturizados por el sufrimiento, el de vuelta a Sagunto. Una semana que le susurraron el último «hasta luego, mi amor», rodeados por una multitud apiadada, silenciosa, sobrecogida. Una semana..., y parece que el universo todo se hubiera detenido en ese punto maldito en que la niña y el dolor insondable se dieron el relevo.
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Candela Noverques Gómez tenía veinticuatro años y brillaba... Dios mío, ¡cómo brillaba! Por eso su muerte natural nos pareció tan antinatural que se publicó en los periódicos, empezando por el nuestro. La partida de una chica de veintipocos es noticia, las tinieblas en que se sumen sus padres, por desgracia, no. En los casi diez años que llevo escribiendo esta columna jamás me resultó más difícil. Me cuesta articular palabra porque también lloro, pero no me sale parlotear sobre ningún otro asunto. Cuando la muerte se presenta se convierte en protagonista, hasta la política rezuma frivolidad a su lado. En verdad, la muerte es el único tema y la vida, pobre vida, apenas un disimulo, una distracción para el mientras tanto. Conque cada frase que se lea aquí me la habré arrancado como si fuera una costra reciente. He visto a unos padres enterrar a su hija, ¿qué quieren que piense de la existencia? Pues lo mismo que ellos. Escribo para participar en la cadena humana que los retiene ante el abismo.
Tío Esteban, me llamaba, y hoy soy su tío con más fuerza, si cabe. Rosario me ha dicho: «Candela fue un regalo, acertamos con el nombre, es una luz, y la lección que nos deja es que la vida hay que bebérsela, no dejar ni una gota». Tiene razón; si no sabemos cuánto va a durar esto, y nunca es ni mucho ni suficiente, a qué amargarse con lo que no importa, cómo no amar con ansia siempre insatisfecha. Candela será eternamente su sonrisa, no porque yo sea incapaz de recordarla de otra forma, sino porque ella era así, sonriente. Perdón, porque ella es así, sonriente. Sus padres requerirán de todos los besos del mundo para seguir con ese mordisco en el rostro. Yo se los doy.
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