A las puertas del viejo hospital La Fe, unos pisos por debajo de la planta de ingresos en la que duerme junto a otros nueve ... refugiados y una lavadora, Reda fuma para matar el tiempo. A sus 22 años lleva tres meses en el destartalado centro médico, la residencia «temporal y puntual» que la Conselleria de Justicia y Administraciones Públicas puso para más de 200 ucranianos y que aún sigue siendo su 'hogar'. Hoy desde la administración autonómica insisten mucho en desvincularse de la situación. «Es cosa del Ministerio de Inclusión». El ministro Escrivá y su gente dan la callada por respuesta. Y Reda y más de 200 compatriotas, sí, han escapado del horror de la guerra, quizás hasta han salvado la vida. Es mucho. Pero viven en una 'cárcel' privada de futuro. Sin posibilidad de trabajar. Con los estudios de Economía que llevaba a cabo en la ciudad de Jarkov, olvidados, frenados. Con dos horas de español a la semana entre las paredes del extinto centro hospitalario, cuando el objetivo es que fueran dos al día. Y sin poder romper la barrera del idioma, la frontera del porvenir es infranqueable.
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LAS PROVINCIAS desvela estos días, de la mano de los reportajes de la compañera Belén Hernández, el desamparo que sufren los refugiados acogidos en la vieja Fe. Más de 200 mujeres, niños y hombres que miran apesadumbrados al horizonte. Que no saben qué va a pasar con ellos cuando, dentro de apenas dos meses, el antiguo centro médico se vea sumido en las obras del nuevo centro de salud y de especialidades. Entonces estarán sin casa, sin trabajo, sin un idioma con el que abrirse paso en la sociedad y con la única opción quizás de tener que plantearse regresar a su país. Tener que jugarse la vida en Ucrania ante el riesgo de no poder sacarla adelante en Valencia. Es muy bonito abrir las puertas a los refugiados. Emociona la solidaridad del pueblo español, y especialmente el valenciano, el territorio en el que más acogimientos se han producido. Pero corremos el riesgo de acabar haciendo caer en saco roto sus esperanzas. Como pasó con el Aquarius, el buque a la deriva por el Mediterráneo al que la exconsellera Oltra y el aún presidente Sánchez les pusieron la alfombra roja en el puerto valenciano. Y olé por la respuesta, pues la muerte les rondaba a todos ellos en el mar. Pero hoy, dos años más tarde, el Gobierno ha negado el asilo a la mitad de los 629 inmigrantes que llegaron a bordo del navío con el que escaparon de las atrocidades de la guerra en Libia. Como dice el sabio dicho, a alguien no le cambias la vida regalándole sin parar pescados, sino regalándole una caña y enseñándole a pescar por sí mismo.
Ni Consell ni Gobierno central pueden mirar para otro lado en esta cuestión. No podemos dejar abandonados a los que llamaron a nuestra puerta huyendo del espanto del conflicto bélico impulsado por Putin. Urge un plan de empleo, una red de residencias en las que vivir dignamente. Ya lo dijo el cónsul de Ucrania en una entrevista en este periódico cuando estalló todo este conflicto: «La administración está desbordada; si no fuera por las oenegés y por el apoyo ciudadano, los refugiados estarían durmiendo en la calle». Hoy lo vuelve a contar Belén Hernández. El drama de una madre en la vieja Fe que anhela trabajar, alquilar un piso y sacar adelante a su hija. El poco dinero que tiene lo usa en pagarle clases de baile. Las sonrisas y palabrería para recibir a los refugiados no bastan. Consellers, ministros, muevan ficha ya.
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