Un regalo socorrido para los niños de mi generación eran las plumas estilográficas. En los años 80 este artilugio se puso de moda entendido como un símbolo de distinción. El bolígrafo y el lápiz se consideraban mundanos y se rescató la tinta para los escritos ... de mayor relevancia.
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Las firmas más emblemáticas rescataron modelos antiguos que se supone servían para realizar la caligrafías que otras formas de escribir habían deformado. Acapararon escaparates de papelerías, como reclamo para los presentes en celebraciones infantiles.
A mí me regalaron unas cuantas. En algún cumpleaños y en la comunión. Ninguna me hizo especial ilusión y de hecho apuesto a que la mayoría ni siquiera las estrené, porque no les encontraba gran utilidad. Con los BIC me apañaba perfectamente.
No eran tiempos todavía de consolas, ni móviles ni de diminutos aparatos musicales (salvando el walkman y más tarde el discman) pero había multitud de regalos más útiles que se podían colar en mis listas de preferencias.
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Reconozco que nunca me he llevado demasiado bien con ningún artefacto cargado con tinta. En mis manos no llegaban a buen puerto. Ni los compases o rotring que nos obligaban a llevar para la asignatura de dibujo técnico (que aprobé con dificultad), ni las plumas estilográficas con las que difícilmente podía tomar apuntes o presentar ningún trabajo sin ensuciar los folios o mancharme las manos.
Lejos de distinguir mis trabajos con ninguno de estos elementos solamente conseguía echarlos a perder, posiblemente por mi inaptitud, no porque no estuviesen diseñados para hacer brillar.
Me acordaba de ellas estos días después de ver las escenas que se han hecho virales de Carlos III (lo sigo llamando príncipe, no lo puedo evitar) en apuros con los tinteros. Que, al menos a él, se los carga el diablo a juzgar con sus caras.
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Yo solía ensayar caras de ilusión y entusiasmo para fingir alegría cuando desenvolvía un regalo y me encontraba con una pluma. Carlos III no puede disimular su estupor cada vez que se encuentra con una y eso que él debería estar acostumbrado a tratar con ellas. Que igual que le enseñarían a manejar los tacos para practicar polo sobre caballo seguro que habrá recibido lecciones para desenvolverse con la estilográficas.
Nada de esto hubiese sucedido si para rubricar los documentos al monarca le hubiesen ofrecido un humilde bolígrafo, que no precisa de tinteros que ocupan mesas ni suelen derramar tinta (sobre todo recién estrenados).
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Aunque el problema posiblemente no resida en la pluma, el lápiz o el escritorio que le pongan delante al flamante nuevo rey sino en los modales que brillan por su ausencia. Si yo, con nueve o diez años y sin aspiraciones de ocupar un trono, fui capaz de disimular en más de una ocasión, bien podría prepararse él para controlar las caras y los gestos que lo deja en evidencia.
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