La castañera
EL ESTADO DE LA COMUNITAT ·
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La Navidad es volver a despertar el niño que llevas dentro. Que la nostalgia es también un maná del almaLa vi el otro día junto a la plaza San Agustín de Valencia. Una auténtica castañera de libro. Con un mapa de arrugas en la ... frente. Con su pañoleta en la cabeza y un mandil a cuadros. Con una falda negra a media pantorrilla y alpargatas de esparto. Con el aroma de las castañas impregando una calle inundada ya de ambiente navideño. Creo que fue la misma castañera a la que hace unas semanas intentaron atracar un grupo de chavales. Pero esa es otra historia de las que suceden a diario en la ciudad...
El humo, el olor, el sabor de las castañas asadas, me llevaron a dos conclusiones. La primera es que me encanta la Navidad. Adoro la mañana en la que los Niños de San Ildefonso llenan todo con sus cantinelas. Una jornada de conducir temprano al periódico, de intensidad informativa con los premios y la alegría de la gente. En la redacción no hay castañas, pero sí un desayuno de aúpa. Me recuerda a Majo, de cómo disfrutaba, de cómo nos cuidaba con bandejas de dulce y salado para todos, de cómo roía el bolígrafo mientras revisaba la lista de las decenas y decenas de números que jugaba. De su socarronería valenciana y risas cuando no tocaba, que era siempre. La Navidad es volver a despertar el niño que llevas dentro, poner el árbol si aún tienes la suerte de tener a un pequeño en casa (o sin él), alegrarte incluso recordando a los que ya no están. Que la nostalgia es también uno de los manás del alma.
La segunda conclusión con la castañera es la maravillosa facultad que tienen los olores y los sabores de transportarte al pasado. Así que, de repente, en medio de la plaza de San Agustín, me trasladé al pueblo. A aquellas tardes oscuras y eternas de Navidad en el salón de la estufa de mis abuelos. Con una calda de leña que dejaba en templados los agostos de Valencia. Con las castañas crepitando sobre la tapa de la estufa. Saltando cuando se abrían. Aquellas noches de frío gélido en la calle pero el alma caliente, de ir puerta a puerta, casa a casa, con una amalgama de niños de todas las edades cantando villancicos y pidiendo aguinaldo. Volvías con una curiosa mezcla en la bolsa de pesetas, polvorones, avellanas y bombones. Y con las mejillas rojas, más de la alegría que del frío.
Y de la plaza San Agustín viajé también a las aulas de los Agustinos. Al maravilloso colegio de Santo Tomás de Villanueva. Cuántas tardes pelando castañas a hurtadillas bajo las mesas de los pupitres con mi inseparable Jaime. Cuántas risas cada vez que una peladura de castaña acertaba en el cogote de alguno mientras Julián enseñaba Latín o el Padre Antonio bramaba entre Kant y la cueva de Platón. Cuántas confidencias y risas con mi colega del alma sólo pelando unos frutos y compartiendo su contenido. La vida es así de simple y maravillosa.
Así que, sí, me encanta la Navidad. Hay quien dice que es porque aún no he sufrido bastantes pérdidas cercanas en mi vida. Pero vaya que sí, ha ocurrido. La Navidad eran mis abuelos. Y su interminable lista de hermanos que aparecían por aquí y por allá en casas ardientes y calles heladas en Piqueras del Castillo. Al tío Nicolás subiendo raudo la calle Empedrada pese a su bastón. A la tía Marcelina cascando y cascando mientras Lina Morgan y Norma Duval se sucedían en la televisión. A la abuela Felicita sacando ante cada visita una bandeja en la que no cabía ni una peladilla más. Los recuerdos alegran. Las pérdidas entristecen, aunque irremediablemente suceden. Y hasta en cada castaña hay un milagro.
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