En aquel tiempo el aeropuerto de Valencia era una pintoresca casamata encalada que bien podría ser el de la capital de Mauritania, con todo el ... respeto para ese país. Y lo de coger el avión sólo resultaba apto para bolsillos ricos y con fundamento. De vez en cuando, de niño, me enteraba que alguien tomaba un avión, luego añadían el precio y, en efecto, entendías la expresión «por las nubes».
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Con 14 años realicé un intercambio cultural con un chaval de París. Él acudió hasta Valencia en avión. Yo marché hasta su ciudad en autobús. Inolvidable viaje de 24 horas y llegada al destino con el culo metamorfoseado en un bloque de cemento. Los hijos de mis amistades se largan todos los años de Erasmus y, de paso, aprovechan el bajo coste de los pájaros metálicos para recorrer Europa. Por 15, 20 o 30 pavos van y vuelven hasta Tel Aviv, Praga, Viena, Berlín, Helsinki. Nosotros con suerte conseguíamos ese billete de tren, el Interraíl, para observar las urbes europeas y disfrutar, de nuevo, de un culo duro como el hormigón de tanto chupar asiento de tren patatero.
Regresabas al hogar agotado, pero con la sesera ventilada. Lo que para los jóvenes de hoy es normal, para nosotros se hubiese convertido en algo extraordinario. Los precios baratos de avión han democratizado los viajes y sólo espera uno que tanto vuelo mejore la calidad mental de esta mocedad nuestra que amplía sus horizontes sin pausa. Un padre, ayer por la mañana, me narró el periplo de su hija. No ha parado, la tía. «La niña seguro que me trae cepas del virus de medio mundo», dijo el padre sonrisa en ristre. Por mucha mascarilla que portemos y muchas precauciones que adoptemos, el bicho sigue ahí y no podemos renunciar a nuestras rutinas. Conviene, pues, acostumbrarse. Seguro que esta juventud voladora se inmuniza de tanto mezclar el virus cuando las noches del Erasmus...
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