Urgente Los jueces de violencia de Valencia auguran un colapso al tener que asumir las causas de agresiones sexuales

Conozco a mi madre desde hace 45 años. Pero, pese al tiempo, pese a los muchos marzos acumulados a nuestras espaldas, nos conocemos poco, no sabemos demasiado el uno del otro.

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He pasado con ella momentos malos, regulares y extraordinarios. Me ha tomado la temperatura ... de todos los modos posibles, cubriendo mi frente con su mano, buscando el rubor en mis mejillas, o colocándome el termómetro bajo la axila asegurándose a toda costa de que me estuviese quieto.

Nos hemos encontrado, mi madre y yo, entre pucheros, entre recetas, entre mantas, entre cuadernos, entre columpios, entre espumillones y guirnaldas, entre paños y entre lágrimas. Al despertar, con la legaña todavía sin retirar, con el buenos días cayéndose con desgana. Y antes de dormir, cuando el sueño ya nos vencía y apenas discerníamos si lo que nos estábamos diciendo formaba parte de la realidad o del sopor.

Le doy vueltas a las conversaciones que no quise mantener y a las charlas que no propicié

Durante años hemos compartido mesa, sofá, fogón, asiento de coche y lavabo, pero es ahora cuando medito sobre todo lo que me preguntó y no le respondí; y sobre todo lo que no le pregunté y no me pudo, por tanto, responder. En esos intentos de acercamiento que yo clausuraba, o en esos suspiros en los que yo nunca indagaba.

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Le doy vueltas a las conversaciones que no quise mantener, que interrumpí bruscamente, blindando mi intimidad como si esta fuera relevante, y a las charlas que no propicié, por el desinterés tonto que padecemos a veces cuando somos más jóvenes. Observo los huecos que han quedado en blanco, aquellos a los que no concedí demasiada importancia, y que ahora que me gustaría que luciesen con más color.

Hace unas semanas me enfrenté a un examen en blanco en el que la materia en cuestión era mi madre. Una lección que debía haber tenido suficientemente aprendida. Me interrogaron por sus gustos, por sus inquietudes, por lo que le genera calma, por lo que le causa risa. Tuve que responder acerca de los estímulos que habían movido su vida, los fracasos que más le pesaban, los deseos interrumpidos o los grandes objetivos alcanzados. Y otros asuntos más.

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Sentí la ansiedad del que no ha estudiado demasiado, del que no ha llegado a tiempo a todo el temario, del que se atisba abocado a la derrota. Nadie me puntuó, pero soy consciente de que suspendí y que, de haber pedido una nota, esta hubiese sido baja.

Supongo que el hecho de ser padre, aunque suene a tópico, me ha hecho recapacitar en lo que he dejado de saber sobre mis padres. En lo que no hablé, en lo que no escuché. Y lo hago ahora motivado por las ganas que tengo de que mi hijo me vaya descubriendo y conozca cómo soy y he sido. Y lo hago ahora, sobre todo, porque no hay marcha atrás, porque no existe margen para preguntar lo no preguntado. Porque algunas cuestiones quedarán para siempre sin respuesta, por más que me pese.

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