Antes quedábamos para jugar al mítico Spectrum, al sambori, para estrellar la pelota durante horas en la persiana de debajo de casa, para merendar un ... chocolate o para dar una vuelta por el nuevo y flamante Nuevo Centro. O pasar la tarde en el primer Burger King de la ciudad. Menuda emocion por algo tan simple. Me acuerdo que una de esas tardes, a un par de amigos y a mí nos atracaron empujándonos contra uno de los muros del mismísimo Ayuntamiento. Que se quede tranquilo el concejal Cano, que la delincuencia no es sólo cosa de estos tiempos (aunque crezca como nunca, según las estadísticas, pese a que no les guste a los que mandan). De aquel robo recuerdo la muñequera con pinchos de metal del que me retenía a mí contra la pared del Consistorio. Ahora si te asaltan es fácil que haya por medio burundanga o una pistola taser. Qué tiempos aquellos.
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Y cómo han cambiado. Porque aquellas quedadas inocentes y simplemente lúdicas se han quedado pequeñas e insulsas para algunos de nuestros adolescentes. No la mayoría, por fortuna. Lo que aquí cuento es una excepción. Pero cada vez más notoria y alarmante. Tras la última supuesta violación en grupo ocurrida esta semana en Burjassot (sub iudice, que la Justicia se pronuncie, no seré yo), en la redacción hablamos con expertos para palpar la evolución de los delitos sexuales con menores como víctimas o autores. Y de su trabajo diario se desprende la realidad: cada vez ven más casos de adolescentes que quedan (por redes sociales, por Whatsapp, con conocidos o desconocidos) con la simple finalidad de tener relaciones sexuales. Muchas de ellas, en grupo. Y aquí es donde la frontera entre el sexo consentido y el delito acaba desdibujándose.
El sexo es alegría, salud, complicidad. Todo eso nadie lo pone en duda. Es vida. Pero, como todo en esta existencia, tiene su momento. Y en este mundo acelerado y cada vez más loco, queremos siempre todo antes, ya, rápido, con una cosa y enseguida la otra. La 'adultización' de nuestros pequeños es terrible. Y creo que provocada por nosotros mismos. Por nuestras prisas por meterles responsabilidades, por presionarles para ser los mejores, por reñirles por pasar demasiado tiempo jugando, por meterlos en tres extraescolares cada día y ahogar su infancia con el estrés que nos llega luego en la vida adulta. Por no dejar a los niños ser niños. Aunque por encima de todo está la 'adultización' de los adolescentes que proclaman películas, series, publicidad o internet. O la pasmosa facilidad con que los chavales acceden a contenidos sexuales, de porno, que fríen su aún inmadura cabeza. Tenemos entre las manos una bomba de relojería.
Y otra perniciosa consecuencia: el aborto se está convirtiendo en muchos casos en un método anticonceptivo más. Como el preservativo o la píldora. Y entre muchas adolescentes. Una compañera hablaba esta semana con una ginecóloga al hilo de la ley que permite abortar a las menores de 16 años sin autorización paterna. O como decía un doloroso meme, les hará falta un papel firmado para la excursión del instituto pero no para interrumpir un embarazo. Pues esa médico lo describía con una demoledora frase: «He tenido casos de chicas que llevaban ya hasta cuatro abortos con menos de 20 años. Y habían empezado a los 14». El sexo como divertimento al borde del precipicio. El aborto como simple condón con vidas de por medio. Como dice la Pastor: estos son los hechos, suyas son las conclusiones.
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