Treinta mil siglos atrás -año arriba, año abajo-, a unos primates les dio en África Occidental por bajarse de los árboles donde comían y bebían ... más o menos cómodos, o se vieron empujados a tener que buscarse la vida a ras de suelo, porque en lo alto ya no disponían de suficiente dieta, y dejaron de ser hervíboros. Así empezó todo. Lo nuestro, vamos; la evolución hasta nosotros. En la sabana tuvieron que espabilarse para otear el horizonte y esquivar peligros; aprendieron a correr a dos patas, a defenderse de competidores imprevistos y a alimentarse de lo que fuera, aunque ya no fueran frutos y hojas, y los más tontos sucumbieron. Concidió que los más listos llevaron la delantera porque comían carne de otros animales, proteínas más complejas que las vegetales, y eso aceleró los cambios, agrandó el cerebro y facilitó la adquisición de nuevas habilidades. De ahí venimos.
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El caso es que venimos de tan lejos que el ciclo evolutivo propende en ocasiones a dar la vuelta, de modo que la moda actual estriba en recomendar que no comamos carne, y un ministro del Gobierno se ve capaz de asegurar hasta que es malo para la salud. Nuestra salud personal, por supuesto, y la del planeta, claro. Preocupa en especial lo de no ofender al planeta, a la diosa Gaia, como antiguamente inquietaba que se molestase a los dioses, y para congraciarse con ellos se les ofrecía sacrificios: o sea, carne mortal y achicharrada. Luego vino aquello de que los enemigos del alma eran tres: el mundo, el demonio y la carne. La chicha siempre por el medio. Eran tiempos que salían del hambre y las madres temerosas nos instaban a que nos comiéramos el filete. «Termínate toda la carne», decían, y no lo acabábamos de entender; había una contradicción en el fondo, porque el cura nos hablaba de la carne como enemiga. Menudo lío, demasiado temprano.
Llegados tiempos de afortunada liberación carnal, la demonización moderna se orienta contra lo cárnico, y alcanzada cierto orden social sin insalvables carencias individuales, lo revolucionario de verdad ya no es la lucha de clases, que se van entremezclando, sino combatir los pedos de las vacas, porque contienen metano. Pronto veremos que la rebeldía consistirá en zamparse un buen chuletón clandestino. Para desobedecer a lo establecido, los nuevos contestatarios montarán barbacoas con suculento embutido y las células de resistentes llevarán como bandera propagandística la vuelta a los dulces artesanos y las bebidas edulcuradas. «Guerra a la vulgaridad del mando que nos fustiga con lo que hay que comer y beber -gritarán, por ejemplo, sus consignas-, no a la condena de una vida insulsa, sin chicha ni limoná».
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