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A través del teléfono están intentando averiguar lo que hacemos; pero yo lo dejé metido en un cajón el domingoCon el permiso de las empresas de telefonía, el Instituto Nacional de Estadística va a terminar hoy la primera tanda de cuatro días dedicados a rastrear a fondo el movimiento de nuestros móviles. Todo indica que los estadísticos españoles, cansados de no poder triunfar en la antigua tarea de averiguar con precisión cuánta gente vivimos en España, ha optado por algo más sencillo, casi facilón, que es informarse de dónde estamos a través de la posición del teléfono, usado como chivato. No sabrá con exactitud lo que hacemos -no es lo mismo ir a un dentista de la calle de Burriana que estar tomándose unas copas en la planta baja- pero al menos reunirá billones de datos, los meterá en el pasapurés y sacará brillantes conclusiones sobre los españoles.
Es un proyecto estadístico de largo alcance. Partiendo de la base de que todos tenemos ya un teléfono, y que vivimos con él lado, lo van a usar como cómplice de fisgoneo. El refinamiento de la institución estadística va a llegar a tal nivel que harán rastreos en días laborables, como ocurre esta semana, pero también se harán en festivos. Su exploración se va a completar comprobando incluso dónde están los teléfonos en momentos tan interesantes como la aburrida tarde del día de Navidad o ese famoso 15 de agosto en que se supone que estamos todos disfrutando de maravillosas vacaciones.
Así las cosas, me veo obligado a confesar que el domingo por la noche dejé el móvil delator en un cajón y no pienso volver a tocarlo hasta mañana viernes. No entro, no soy beligerante, en la polémica desatada sobre si explorar nuestros movimientos a través del teléfono es legal o no. En el tremendo debate moral de si invaden nuestra privacidad me reconozco, además de ignorante, completamente indiferente. Pero informo que he dejado el teléfono quieto y apagado, como ya voy haciendo muchos días, con la exclusiva intención de saber, a conciencia, que los tontos trabajos que haga el INE con esa colosal montaña de datos, serán defectuosos e incompletos. Porque un teléfono, al menos, no se habrá movido.
Es mi pequeña, mi inútil venganza. Es también mi protesta ante lo que considero un despilfarro de dinero público. ¿Por qué? Pues porque para saber que el servicio es deficiente y que en las paradas del autobús 28 hay mucha gente concentrada largo rato a pesar del frío, no hace falta un esfuerzo tan grande y tan costoso: se ve cada día. Tampoco vale la pena comprobar que en las oficinas municipales, en los juzgados o en los hospitales, trabajan miles de personas dueñas de teléfonos que a la hora del almuerzo se detectan un largo rato en los bares de alrededor.
Y es que hay cosas que es mejor no saber: ¿Qué necesidad hay de averiguar con qué frecuencia van al baño los hombres mayores de 57 años? Ni siquiera el dato de cuántos teléfonos mueren diariamente sumergidos en un inodoro tiene interés a estas alturas.
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