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El Tour era algo especial, aquellas retransmisiones en TVE (entonces no había otra) después de comer, cuando la modorra veraniega te empujaba al sillón desde el que cómodamente contemplar el heroísmo de los esforzados de la carretera, la serpiente multicolor y toda la galería de lugares comunes a los que recurrían los comentaristas deportivos. Ninguno, por supuesto, tan genial como el Butano, el gran José María García, con su inolvidable «¡toooooop!» en las etapas contrarreloj, sus conexiones con Javier Ares, las broncas a los compañeros de profesión, las entrevistas al final de cada etapa. Durante mi niñez, el ciclismo formaba parte importante de mi universo vital. Y de mis juegos. En un tablero que por un lado servía para jugar a los botones (otro día hablaremos de ese tema), por el otro dibujé una especie de velódromo, un circuito dividido en casillas. Y en él, cada verano, disputaba un Tour de Francia tan o más reñido que el auténtico. Los ciclistas de plástico -con un dorsal con su número adherido con celofán en el cuerpo- se movían según lo que saliera en los dados lanzados al efecto. Disponía de una treintena de corredores, que se repartían en cinco o seis equipos. Curiosamente, al final ganaba mi favorito, Joop Zoetemelk, un holandés que durante muchos años tuvo que aguantar el calificativo poco agradable de ser «el eterno segundón», una forma como otra cualquiera de decir que por delante estaban Eddy Mercks o Bernard Hinault y que frente a ellos no había nada que hacer. Hasta que llegó su hora y ganó un Tour, el de 1980. Pues bien, a pesar de que en mi carrera los ciclistas avanzaban gracias al azar de los dados, al final ganaba el que yo quería. Increíble. Pasaron los años, me hice mayor, dejé de jugar y perdí la afición al ciclismo. ¿Qué pasó? Que se contaminó. De repente, todo lo relacionado con este deporte tenía que ver con el doping, que si detienen a este, que si le quitan el triunfo a aquel, que si el otro se ponía hasta arriba de no sé qué... Lo que me parecía épico dejó de serlo, le perdí el respeto, pagaron justos por pecadores, metí a todos en el mismo saco y me olvidé del deporte de pedales. Ya no veo el Tour, ni la Vuelta, no me interesa, no me creo nada, pienso que los éxitos de hoy serán puestos en entredicho mañana. El chapapote no ha desaparecido en mi imaginario, lo cual es profundamente injusto para el ciclismo y para los cientos, miles, de deportistas que lo practican con honestidad, limpiamente. Pero te da idea aproximada del profundo mal que una práctica tan tóxica como el dopaje puede llegar a producir y lo difícil que resulta limpiarlo y devolverle su buen nombre.
Ojalá no acabe pasando lo mismo con el fútbol que con el ciclismo, pero con las apuestas le han inoculado un virus letal.
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