El ciclista nudista

Sábado noche. Valencia funde a negro mientras la tropilla de corredores de la 15K nocturna corretea por los alrededores de la Alameda, desierta de coches para frustración de los gorrillas y dicha del caballero que maneja la grúa. Al mediodía, el glorioso perfume a calamares que expide la factoría de La Pérgola te alimentaba sin necesidad de atacar sus raciones; unas horas después, el aire trae otro aroma: el perfume de la perplejidad, porque desde el este aparece surcando la calzada un joven barbudo a lomos de su bici, ataviado tal cual lo trajo al mundo su señora madre. Cruza la plaza Zaragoza, penetra en dirección a la avenida de San Pío V y nos deja a sus espectadores intrigadísimos. Todo son preguntas. ¿Por qué lleva un bolso en bandolera? ¿Quién es la joven que le persigue? ¿De qué planeta viniste?

Cuando la bici y su nudista tripulante desaparecen hacia el Museo, las preguntas flotan en el aire sin disolverse. La única respuesta que se le ocurre a quien tenga la costumbre de pasear por Valencia observando a sus congéneres, atento en consecuencia tanto al paisaje como sobre todo al paisanaje, es que el ciclista en pelotas milita en el linaje de quienes cada mañana se levantan con la intención de contribuir a que su ciudad sea distinta. Ese es su principal atributo: erradicar lo previsible y proclamar lo extraordinario. Hay un señor que entona pasodobles a todas horas en Los Pinazo y otras esquinas valencianas valiéndose de unos cascabeles, tenemos también a aquellos fans de Stalin y luego está este barbudo que se deja la ropa en casa y se pone a dar pedales, como si fuera Michel Piccoli en 'París-Tombuctú'. Tal vez, como le ocurría a aquel héroe de ficción, sólo tiene miedo y lo combate exhibiendo su cuerpo serrano. Pero a este lado de la pantalla, lo ilógico (lo maravilloso) es que si pilotas tu bici desnudo sólo recojas indiferencia. Al menos en Valencia, donde cada día es el año Berlanga.