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Algunos domingos madrugo para desayunar con mis amigos Áurea y David. Lo de salir a la calle temprano tiene el premio de disfrutar de la ciudad prácticamente a solas. Con las aceras recién puestas, el tráfico dormido, algún zombi buscando su portal, las mesas y ... sillas de las terrazas todavía apiladas y sin ganas de ser ocupadas, los montones de periódicos de papel recién montados en los quioscos que sobreviven y celebran el fin de semana su día grande.
Las ciudades vacías impresionan. Sobre todo en aquellas zonas en las que normalmente reina el bullicio. Lo que a otras horas son campos de batalla se hacen pasar por páramos bien de mañana. Sucede, por ejemplo en València, en el cruce de las calles San Vicente y Xàtiva, a la altura de la plaza San Agustín. El domingo, cuando los relojes aún no han marcado ni las nueve, desde este punto se puede contemplar la estación del Norte prácticamente sin alzar la vista. No hay tumultos saliendo y entrando de las tiendas. No hay coches esperando que los semáforos les den luz verde. Poco más que la enorme carretera deshabitada.
Son apenas un par de horas de calma. No mucho más. Enseguida la ciudad se despereza, sale de su letargo y retoma su ajetreo habitual, el runrún que la caracteriza, la maraña que permite a cualquier transeúnte pasar inadvertido. Pero durante ese rato la ciudad te permite sentirte único, invadiéndola, observándola desnuda de cerca, paseándola sin que nada la distraiga. Fijándote en detalles -que pronto olvidarás- en los que no se suele reparar, con las prisas, con los malos humos, con los móviles acaparando la atención.
No sé si impresiona más el vacío o el silencio. Porque las ciudades retumban. Por los motores, las persianas que suben, las cafeteras, los timbres, los ladridos, los spotifys cruzados, las broncas, los altavoces. Y cuando todo esto se apaga, y solo suena algún murmullo o se entromete un repique de campanas a veces cuesta reconocerla. Y se disfruta de otra forma.
Cada uno nos relacionamos con la ciudad de una forma distinta, pero lo habitual es que terminemos simplemente cruzándola, sin detenernos en las fachadas, en las alturas, en los recovecos. La ciudad como herramienta, olvidándonos de que puede ser aliada, que puede ser cómplice, que puede ser alcahueta. Olvidándonos que está viva y que como tal hemos de admirarla. Como un flâneur. Con una actitud crítica, antropológica, hedonista. Dispuestos a que la ciudad nos sorprenda.
Pero esto es difícil que suceda en el día a día, mientras corremos para no llegar tarde, mientras vamos preocupados por lo que no nos termina de casar, mientras sudamos para quitarnos de encima el estrés. Todas estas ideas se disuaden cuando llego al desayuno y pido el café y el zumo. Entonces la ciudad se borra. Cuando acabo y salgo, la ciudad vuelve a ser la misma. Rebosante y estruendosa.
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