La cola de la vergüenza
EL ESTADO DE LA COMUNITAT ·
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El pasaporte lleva a miles de insolidarios a vacunarse. Por fin. La pandemia no nos hizo mejoresinsolidaridad. Sonrojo, sorpresa, vergüenza, incredulidad. Ver las colas de miles de personas agolpadas a las puertas de la Ciudad de las Artes para vacunarse, ... sin cita, a unas horas de ponerse en marcha el pasaporte Covid, el certificado que cierra la puerta a tomar algo en un bar, irse de puente a un hotel, en definitiva, el documento cuya no tenencia coarta parte de tu vida, ver esas aglomeraciones causa un sinfín de sensaciones sonrojantes. Pero sobre todo demuestra lo cierta que es la frase que hace unos meses proclamó el doctor Pedro Cavadas: «La pandemia no nos ha mejorado, seguiremos siendo unos capullos». En esa cola no había personas en busca de una dosis de refuerzo. O muy pocas. En esa cola la excepción era la gente que no se hubiera podido poner la dosis al perder la cita por una cuestión laboral o personal. No, la mayoría de los que acudieron al ver las 'orejas al lobo' del pasaporte Covid son «insolidarios y sinvergüenzas», como afirmaba alguien por las redes sociales. Gente que no se puso la vacuna pensando en uno mismo. Egoístas que prefirieron no exponer su cuerpo a las dudas de un fármaco no suficientemente probado (como hemos hecho la grandísima mayoría) con tal de beneficiar a un bien común: la sociedad. Para permitir que la economía siguiera adelante. Para que los negocios, hoteles (sobra recordar cuantísimo depende esta comunidad del turismo), comercios, autónomos y empresas pudieran subsistir. Con todas las precauciones y medidas del mundo, por supuesto, pero vacunarse sirve para que la economía siga andando. Aunque sea a pasitos timoratos. Para que este país no cayera directamente al abismo. Y sobre todo para salvar miles de vidas. Para evitar que miles de personas no hayan quedado con secuelas para siempre. Todos esos insolidarios se vacunan ahora, cuando el pasaporte frena sus vidas. Pues bienvenido sea ese certificado, por imperfecto que sea.
Visitar la UCI. Porque la vacuna hace eso. Por muchas dudas que nos surjan sobre su efectividad. ¿Por qué si no ha surgido ómicron en el sur de África? Por la baja tasa de vacunación que allí existe, no hay otra, por mucha conspiración que muchos quieran ver. Es nuestra mejor arma contra el virus y para que el mundo no se pare, a pesar de que no reduzca a cero ni la posibilidad de contagiarse ni de transmitir. Ojo, eso debe quedar muy claro. No te hace inmune. Algo que, por otra parte, no es nuevo, que siempre han dicho los expertos. Pero a lo que también se aferran ahora los negacionistas que califican todo esto de «estafa». Que culpan de la pandemia al grafeno de las vacunas. Que niegan que el virus exista. Se lo juro que no me invento nada. Ayer mismo un amigo me lo aseguraba con idénticas palabras, después de otra discusión estéril sobre el tema. Capaz de acabar diciéndome: «Si escribes sobre esto, que sepas que estarás haciendo algo que puede ser un delito de odio». Sin palabras. «A los negacionistas les llevaba yo una mañana a mi UCI, a ver qué decían y si seguían negando». Eso me soltaba el otro día un colega médico. Pero no serviría de nada.
Conozco a algún no vacunado con una capacidad de prudencia brutal. No pisa ni un sitio cerrado. Respeta a ultranza las normas. Lleva dos años sin estar con sus padres en un sitio no abierto. DOS AÑOS sin besarles. Si todos actuáramos así, habría cero contagios, claro. Sin necesidad de vacuna. ¿A qué precio? ¿Al de morir en vida? ¿Al de matar de tristeza a nuestros mayores? ¿Al coste de enterrar la economía? Vacúnense. Y tengan mucho cuidado ahí fuera.
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