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CARLOS FLORES JUBERÍAS
Miércoles, 28 de noviembre 2018, 13:45
Desde que empezaron a cantarlo Los del Río, sabemos que Sevilla tiene un color especial. Pero desde muchos años antes, sabemos que la que tiene un color especial es Andalucía entera, y éste no es ni el amarillo albero de sus plazas, ni el rojo carmesí de sus casonas, ni el verde olivo de sus campos, ni el azul turquesa de sus playas, sino el rojo chillón del Partido Socialista. Ese que lleva gobernando desde el Palacio de San Telmo incluso desde antes de que su Estatuto de Autonomía fuera adoptado allá por octubre de 1981. Vaya: desde el año en el que el Congreso de los Diputados aprobó la Ley del Divorcio, España entró en la OTAN, Ronald Reagan inició su primer mandato presidencial, el Príncipe Carlos contrajo matrimonio con Lady Di, y la tele de mi casa era en blanco y negro.
Las razones para este auténtico enquistamiento del Partido Socialista en las instituciones de autogobierno de Andalucía constituye uno de los interrogantes más fascinantes de la reciente historia política de España. Y más todavía cuando el paso del tiempo -vamos ya para los cuarenta años de poder ininterrumpido en Andalucía-, la sucesión de los escándalos -el de los EREs es el más señalado, pero en modo alguno el único que ha sacudido a los socialistas andaluces- y la llegada de la alternancia en todas las demás comunidades autónomas -hasta Convergència en Cataluña, el PNV en el País Vasco, o el propio PSOE en Extremadura acabaron dando con sus huesos en la oposición- ha convertido a Andalucía en un caso único en España y difícil de parangonar en Europa.
Por descontado, las razones que explican un fenómeno como éste deben ser múltiples, y no todas resultarán fáciles de identificar. Está, de un lado, la cada vez más insalvable identificación entre partido y administración que cuatro décadas de gestión socialista han generado entre los andaluces, la probada capacidad de resistencia a la alternancia de la tupida maraña de relaciones clientelares surgidas durante este tiempo, y el reiterado fatalismo de un electorado que al tiempo que declara desear un cambio, confiesa su convicción de que el Partido Socialista volverá a gobernar. Y de otro la probada incapacidad del Partido Popular para dotarse de un liderazgo cautivador, la ambivalencia de Ciudadanos -ora por el cambio, ora por la estabilidad-, y la permanente presencia en el arco parlamentario andaluz de una izquierda -antes IU, ahora Podemos- tan aficionada a reivindicar las más genuinas esencias del anticapitalismo patrio, como a venderse al PSOE por un plato de pescaíto cada vez que éste ha necesitado sus votos.
Ahora, de nuevo, tienen la palabra los andaluces, al alcance de cuyos dedos hay desplegada una paleta de colores inusitadamente diversa, que va desde el verde hasta el morado, pasando por el azul, el naranja y, por supuesto, el rojo. De ellos depende que Andalucía entre por fin en la era del technicolor. O siga en la del blanco y negro.
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