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CONFESIÓN DE UN TRIBUNERO

MIQUEL NADAL

Lunes, 4 de junio 2018, 11:25

Lo he de reconocer. En tanto que típico ejemplar de la grada de Mestalla, debo confesar que siempre he sido un aficionado con debilidad por el jugador tribunero. Serlo no era sinónimo de mal jugador o mala persona. Simplemente reflejaba las características del futbolista que sabía tocar la tecla exacta de la tribuna de Mestalla mutando el silbido en aplauso. Desde la década de los 70 del pasado siglo, y con las primeras asistencias a General de Pie, una buena cabalgada de Carrete, o hasta una heroica carrera de Giner para que el balón no llegara a traspasar el límite del campo se convertían en gestas épicas. Dos regates de Emilio Fenoll. Un buen centro de Quique Sánchez Flores. Eso nos ponía y mucho. Creo que era una debilidad casi genética. Una seña de identidad. Nos moríamos por aplaudir al Valencia con casi cualquier cosa. Crecimos en el amor al club disculpando pases como pedradas, y celebrando goles de carambola. Nos distinguimos en la disculpa a Miguel Ángel Adorno, a Castellanos, a Tomás, y cualquier gesto tribunero nos escondía que de verdad, donde radicaba la verdad estaba en el Kempes al que a veces le negamos todo, o al Fernando con el que negociamos unos afectos que regalábamos a cualquier jugador recién llegado, y con el billete de salida dispuesto. En la balanza de los afectos no supimos nunca distinguir que la verdad podría estar en los jugadores que no se besaban el escudo, porque no tenían que mostrar nada; en los que no se dirigían a la grada, ni eran murciélagos, y simplemente hacían su trabajo dejándose la piel. Era aquel mundo en el que no se pedían camisetas con cartulina. Mi hijo Nacho bajó años y años de anfiteatro a tribuna con férrea determinación, a prueba de fracasos, burlando a los empleados del club, con una tasa de efectividad nula, pero una fortaleza que ahora practica en otros ámbitos. Hoy gestionando la cosa con un community manager lo tendría resuelto y además con una historieta emocionante. Con la madurez y las decepciones, aprendes a hacer la trilla, separar el grano de la paja. Eso fue Ricardo Arias. Eso fue Kempes. El Pipo Baraja. Pocas cosas más. Yo podría opositar al concurso de méritos de peor director deportivo del mundo. Me pasaría como jugando al Monopoly, que acabaría comprando sin ton ni son a la primera casilla a la que me llevaron los dados. Decidí plantarme en el mundo de las plantillas fijas, y si acaso en el de los últimos fichajes. Como en los álbumes de cromos, todo ese mundo de jugadores 'colocas', que hoy están y mañana no, el de los cedidos, el fair play financiero y las cesiones que burlan los fichajes, el vender para poder comprar, comprar a quien no quiere venir, y vender a quien no se quiere ir, me pilla mayor, y con mínima disposición cerebral al cambio. Por eso soy de Zaza.

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