Urgente Aemet activa el aviso amarillo en Valencia este martes por «lluvias localmente fuertes»

Ya no sé por dónde llegar a casa en coche. Cada vez que vuelvo de trabajar, pruebo una ruta distinta para huir de los atascos de Blanquerías, del tapón de Pío XII, del embudo de Colón o de la lentitud de las Grandes Vías. Estoy a punto de sacarme el carné de piloto de drones y comer el dulce que mastica Alicia en el cuento de Lewis Carrol para hacerme pequeñita y luego crecer, o bien aprender a bucear como los pobrecicos niños de Tailandia para ver si logro superar los monzones 'grezzianos' por las acequias de la ciudad. Cualquier cosa con tal de poder salir de la gruta imposible en que se ha convertido Valencia.

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Sé que la respuesta del ayuntamiento pasa por el transporte público a cuyos brazos tenía previsto lanzarme con la línea 2 del metro hasta el punto de decidir, cuando empezaron a construirla, que ya no me iba a comprar un coche nunca más. ¡Criaturita del Señor! Me veo casi entrañable de tan ingenua. Es una lástima que, desde entonces, nada me invite a visualizarme en la línea 2, salvo en regreso al futuro, como una ancianita venerable que recuerda cuando asistió, siendo joven, a la perforación del suelo para lo que decían que iba a revolucionar la ciudad. Eso por no hablar de lo terriblemente incómodo que resulta, aún hoy, llegar en zodiac desde Russafa hasta l'Horta Nord. Si no fuera por eso, prometo por mi conciencia y honor que iría en metro al trabajo tan contenta de no contaminar, con mi chándal y mis tacones, mi traje de buzo y mis aletas customizadas. Por otra parte, la opción ciclista, a la que nos abocan con fruición, sería muy interesante. No lo pongo en duda. Ahora bien, pedalear hora y media entusiasmaría a mi endocrino hasta el desmayo, pues afinaría mi cintura de avispa como no se ve en el planeta desde Doris Day. Sería la envidia de la propia Cara Delevingne pero también me obligaría a ducharme con una botella de agua mineral al llegar al curro como si estuviera de maniobras militares en el desierto de Kabul y el resultado -hay que admitirlo- sería poco presentable en el trabajo.

En resumen, entrar y salir de Valencia nunca ha sido tan difícil, a excepción de los tiempos de la conquista de Jaume I. Incluso, si me apuran, estoy segura de que entonces era más sencillo llevando al cinto una 'crumena' llena de monedas de oro. Ahora no hay soldadesca descontenta a la que sobornar, ni reyes de taifas a los que traicionar por un buen puesto en la nueva administración cristiana. Vivimos en plena campaña de fumigación del transporte privado, incluidos los coches eléctricos nada contaminantes pero igualmente perseguidos. Los cambios en los ritmos de los semáforos ni siquiera ayudan al peatón, verdadero rey de una ciudad sostenible. Con tal de aligerar el tráfico en el dinosaurio en el que han convertido la ciudad, los tiempos de paso de las grandes vías se acortan y convierten al peatón en un caracol con artritis. Lo dicho: voy a aprender a bucear.

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