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Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eres tú». Así de implacable -como real- golpea la performance realizada por Las Tesis en Chile y que se ha replicado durante las últimas jornadas en numerosos países. Mujeres con los ojos vendados. Quizá para ocultar el dolor petrificado para siempre en sus miradas. Tal vez para no ver a sus verdugos. Firmes. Con voz al unísono, pero quebrada. Desde el pasado 25N las calles retumban a himno-protesta y las redes se abarrotan por segundos de confesiones tremendamente bestiales. Indescriptibles. Mujeres que tras décadas se atreven a contar públicamente abusos, violaciones y vejaciones varias. Cinco, siete, diez años. De todas las edades. Con ropa de calle, pijamas, pantalones, uniformes o vestidos. Cortos, largos o 'midis'. El abuelo, el padre, el tío, el hermano, un amigo de la familia, el profesor de un centro de acogida o el padrastro que lo hacía a sabiendas de la madre. En el colegio, en el autobús o en casa y con enemigos múltiples: autores, cómplices y cooperadores necesarios. Miles de vidas truncadas que, pese al tiempo transcurrido, conservan un denominador común: la culpa. ¿Cuántas veces más nos creerán culpables? ¿Cuántas más nos harán sentir causantes? Culpables por no acompañar a nuestra amiga a casa. Culpables por ir solas. Culpables por haber bebido. Culpables por no dejarnos llevar. Culpables por salir de noche o llegar de madrugada. Culpables por «haber dado a entender». Culpables por caminar por esa calle. Culpables por la ropa o el maquillaje. Culpables por no querer. O culpables por cambiar de idea cuando «ya era demasiado tarde». Culpables por decir «no». O, simplemente, por no poder decir nada. Culpables por denunciar. O por hacerlo tan tarde que el delito ya haya prescrito. Culpables. Culpables, a veces también, por no sentirnos culpables.

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