El Lute, brazo en cabestrillo, escoltado por la Guardia Civil. Aquella foto transmitía hambre, miseria, analfabetismo, chabola. Luego irrumpieron los manguis ochenteros, el Torete, el Vaquilla, el Nani. Palos a estancos y gasolineras. La heroína corría por sus venas y necesitaban siempre otro chute. Deprisa deprisa y dame veneno que me quiero morir.
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La marginalidad del bronco extrarradio fertilizaba el espíritu de aquellos delincuentes que habían nacido para perder y palmar de sobredosis. Crecieron adaptándose al entorno hostil. Los solares asilvestrados eran su espacio vital y la delincuencia su profesión porque les habían entrenado desde pequeños. Vivían/sobrevivían encapsulados en el universo del callejón sin salida. Pero los de la manada son otra cosa. ¿Qué clase de educación recibieron en su casa, en el colegio, en la calle? ¿Salieron así porque el mal existe? En cierto sentido son hijos del estado del bienestar, de los videojuegos, del telefonillo inteligente y de las redes sociales. No brotaron del arroyo, sino de nuestra sociedad de consumo, de esta sociedad que ha perdido los valores esenciales y por eso algunos ya no distinguen entre el bien y el mal. Los de la manada no han cumplido treinta años pero forman parte de esta subcultura hedonista nuestra que sólo aspira a la gratificación inmediata. Lo quieren todo y lo quieren rápido. Y si no consiguen por las buenas su propósito lo cogen sin pensar en las víctimas, en los daños colaterales, porque la banalización repta en su osamenta. Deprisa deprisa y vamos a grabarlo todo en el móvil para colgarlo en las redes. En algunas tertulias televisivas mañaneras discuten doctos sobre el terrible suceso. Luego escupen programas donde denigran a la mujer, al hombre, a los minerales y a los vegetales. Posiblemente la manada se amamantó ahí.
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