Era una de mis fantasías infantiles recurrentes: llega un genio dadivoso y me ofrece todo el dinero que sea capaz de gastar en una hora. Ya ves, preparado para la crisis que nací. El caso es que aquel sueño en apariencia placentero siempre derivaba en ... ansiedad. Con las cibercompras todavía por inventar, y dada mi falta de imaginación en materia crematística, me angustiaba pensar que el genio regresaría a su lámpara decepcionado y con los bolsillos casi tan llenos como cuando la abandonó. No te rías, que el problema es serio. Mis limitaciones llegan al punto de que por mucho que lo planifique tampoco sabría cómo despilfarrar 1.380 euros en un viaje relámpago de trabajo con un colega a Madrid, y más si he de estar varias horas encerrado en un cine. De ahí que pocos admiren como yo la creatividad de la consellera Pérez Garijo, pues para todo se requiere talento. Aun así, no pierdo la esperanza de estar a la altura si el genio manirroto se da un garbeo por mi vida, pues ni de lejos me suponía apto para gastar 200 euros en diez minutos empujando un carro de compra y ahí me tienes, encadenando plusmarcas personales.
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-¿Qué me pasa, doctor? ¿Acaso me he vuelto al fin derrochador?
-No pierda el compás: inspiración, espiración; inflación, reduflación. Y confíe en la ciencia política y económica.
-Si confío, pero es que se reúnen, y hablan y hablan, y no tardarán en crear una comisión. Me siento como Brian de Nazaret, arrastrando la cruz mientras el Frente Popular de Judea impulsa una nueva moción para someter a votación una propuesta de acción inmediata que a la postre irá dirigida a rescatarme.
-Calle, hombre, no hable de postres, que tal y como están los ingredientes no son tiempos de alegrías. Al menos la ruina se llevará por delante el colesterol, el bueno y el malo.
Nadia Calviño promete un «análisis serio», de lo que se deduce que hasta ahora estaba de chufla. Pues ya lo hago yo por ella. Cojo un ticket de hace un año y repito la compra, producto por producto, mismo comercio, marcas y hasta juraría que estantes. Lo que entonces costó 87,26 euros se transforma hoy en 116,31. Saldo negativo de 29,05, con impostores conocidos, como los huevos (66% de sobrecoste) o la leche (53,7%), y otros camuflados: la banana (158,9%), la harina (139,5%), el queso rallado (100,6%), la uva sin pepitas (64,4%), el arroz (61,9%) y, quién lo diría, las servilletas de papel (52,1%). Lástima que el día de muestra no adquirí aceite. Es una compra discreta, así que repítela al menos tres veces por semana, doce al mes, 144 al año... Ni OCU ni INE ni toda la sopa de letras que me pusieran por delante. No me salen las cuentas. En una de mis escenas cinematográficas favoritas, Sally Albright (Meg Ryan) pretende demostrar el alcance de la estupidez masculina a su amigo Harry Burns (Billy Crystal), de modo que finge un orgasmo. Tan soberbia es la teatralización que poco a poco va girándose toda la cafetería hasta que otra comensal, entrada en años y visiblemente alterada, se dirige a la camarera: «Tomaré lo mismo que ella». Algo así sentí yo al escuchar a Calviño confesar que en la cesta de la compra de su casa ya se nota la caída de los precios. Definitivamente quiero desayunar lo que la ministra antes de ir al súper. O que me pasen su dieta.
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