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El dolor suele ser parco en palabras. Coloniza los sentidos como una hiedra voraz cuyo trepar del corazón a la garganta se alimenta del sigilo. Asfixia íntima en un vis a vis diario y sin testigos. En silencio se sufre mejor. Sólo Nelea sabe lo que padeció hasta que todo terminó para ella. Dentro de una zanja, descuartizada. Otro dígito en la estadística de una guerra que vamos perdiendo y que por un instante nos destierra de nuestra Arcadia feliz. Eso es lo que dura la pesadumbre, un mísero suspiro, porque las torturas clandestinas no escuecen el alma; de ahí que el dolor procure no dejar huellas. Pero en ocasiones el caído le gana la mano postrera y entonces aparece una fisura, un leve resquicio que nos permite ver cómo actúa ese napalm que arrasa cuerpo y espíritu, arrebatando al verdugo su pretendida invisibilidad antes de doblar la rodilla por última vez. Gris consuelo. «Me voy, no aguanto más, me hacen la vida imposible». Carta desesperada a una madre, previa a saltar al vacío. «Cuanto antes, mejor». Agónico ruego al compañero piadoso, un 'haz que pase' en formato vídeo mucho más digno que toda la cartelería electoral. El primero, Andrés, 16 años, se fugó de su mazmorra como Edmundo Dantés, por las bravas. A la segunda, María José, 61 que parecían 90, la liberaron de una cadena perpetua. El dolor al fin se olvida de ambos, pero su marcha nos deja la vacuna del recuerdo. Una madre sin hijo que se pregunta por la autoría de esa patraña llamada edad de la inocencia, un viudo cuyo valor al romper los grilletes obliga a pensar en quiénes nos creemos para decidir hasta cuándo debe resistir un enfermo desahuciado, sin más futuro que la lenta agonía. Justicia para ella, paz y respeto hacia él. Hay otra vida, una vida de verdad que fluye entre las tramoyas de la oficial. Una vida que nada sabe del banquillo del Supremo o los tejemanejes de Tezanos. Una vida que duele, donde cada latido es una herida, ochenta cicatrices por minuto. Parirás con dolor, anunció el Génesis. Se quedó corto.

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